El sistema
electoral español fue diseñado para favorecer a los partidos
mayoritarios y, entre ellos, a los conservadores. Lo reconocen sus
creadores y lo refrendan los números. Más de tres décadas después, el
argumento de la estabilidad lograda no basta para acallar las voces,
cada vez más numerosas, que reclaman un cambio. Lo que sigue no es una
apuesta por uno u otro modelo; pretende servir de explicación para que
la próxima vez no decidan por nosotros.
No es
casualidad. Es difícil aplicar a un sistema electoral términos absolutos
como ‘mejor’ o ‘peor’, pero lo que está claro es que el actualmente
vigente en España no está ahí por azar. Fue un diseño concienzudamente
ideado en su día por la Unión de Centro Democrático (UCD), el partido de
Adolfo Suárez, buscando un doble sesgo: mayoritario, para permitir a
los ganadores una sobrerrepresentación en el Parlamento en detrimento de
los partidos pequeños, y conservador, para dar más poder de elección a
los territorios de derechas. No es una afirmación basada en
especulaciones, ni siquiera en el análisis de los resultados. Es un
hecho reconocido por uno de los protagonistas del diseño electoral, el
entonces diputado de la UCD Óscar Alzaga, cuya frase reproducen los
profesores Ignacio Lago y José Ramón Montero en un estudio sobre “la
manipulación política del sistema electoral español”.
“Puesto que los
sondeos preelectorales (previos a las generales de 1977) concedían a la
futura UCD un 36-37% de los votos –contó Alzaga a finales de los años
80-, se buscó hacer una ley en la que la mayoría absoluta pudiese
conseguirse con alrededor del 36-37%. Y con un mecanismo que, en parte,
favorecía a las zonas rurales, donde (…) UCD era predominante frente a
las zonas industriales, en las que era mayor la incidencia del voto
favorable al PSOE”.
Y funcionó.
UCD, con el 34,4% de los votos, fue la más beneficiada del sistema, pues
logró el 47,4% de los escaños. Y el otro gran partido, el PSOE, también
logró la sobrerrepresentación buscada: un 33,7% de los escaños con el
29,3% de los votos. Las principales víctimas, por el contrario, el
Partido Comunista (PCE), que ya entonces tuvo que conformarse con la
mitad de escaños que de votos, en términos porcentuales, y la entonces
Alianza Popular (AP) de Manuel Fraga, que sufrió efectos parecidos.Y ha
seguido funcionando en las 11 elecciones generales celebradas desde el
fin de la dictadura. Quizás los cambios sociales han diluido la
tradición que supone a las zonas rurales un voto más conservador, pero
ese sesgo mayoritario, es decir, la capacidad del sistema electoral de
premiar a los grandes partidos en detrimento de los pequeños, se ha
manifestado con absoluta eficacia cita tras cita con las urnas. Los
partidos ganadores han logrado una representación en el Congreso hasta
10 puntos porcentuales por encima de los votos obtenidos y las formaciones representadas en la Cámara nunca han sido más de 13, de hecho, las actuales.
Las últimas
elecciones generales son una muestra clara de los nocivos efectos sobre
la proporcionalidad del sistema electoral elegido (ver gráfico 1). El PP
logró una amplia mayoría absoluta, más del 53% de los escaños, a pesar
de no llegar al 45% de los votos. Izquierda Unida y Unión Progreso y
Democracia fueron los más perjudicados. La formación de Cayo Lara, con
casi el 7% de los votos, se quedó con el 3% de los escaños; es la
tercera fuerza con más apoyo, pero la cuarta en el Congreso. El partido
de Rosa Díez, por su parte, rozó el 4,7% de los votos, para conseguir
solo el 1,4% de los diputados. En su caso, la comparación, por ejemplo,
con CiU resalta las contradicciones del modelo: UPyD tiene ciento y pico
mil votos más, pero 11 diputados menos.
Cualquier
forma de acercarse a los datos ofrece las mismas conclusiones, por
ejemplo, analizando el coste de cada diputado (ver gráfico 2). UPyD
necesitó más de 228.000 votos para cada diputado; IU, 152.000; y el PP
sólo 58.000, es decir, cuatro y tres veces menos respectivamente. A la
formación navarra GBAI, por su parte, solo le costó 42.000 votos su
diputado, mientras los ecologistas de EQUO se quedaron fuera del
Congreso pese a acumular más de 215.000 apoyos en todo el Estado, como
le ocurrió al partido contra el maltrato animal, PACMA, a pesar de sus
101.000 votos.
Ha sido siempre
así, efectivamente, y ha tenido sus efectos positivos: el sesgo
mayoritario que encierra el sistema ha permitido la configuración de
gobiernos estables, con una elevada longevidad (más de 40 meses de
media, cuando la duración prevista de la legislatura es de 48) y un
Parlamento escasamente fragmentado que, a cambio de reducir las
alternativas, ha conseguido dejar fuera a partidos extremistas.
En el Congreso y en la calle
Pero ahora el
consenso se ha roto. No el de los partidos mayoritarios, PP y PSOE, que
siguen obviando desde su alternancia en el poder cualquier cambio
electoral que corrija estas desproporciones. Pero, frente a ellos, ya
hay dos formaciones políticas en el Congreso, IU y UPyD, que suman más
de 2,8 millones de votos, que han dicho ‘basta’ –IU lleva muchos años
diciéndolo- y, lo que es quizás más importante, también lo han dicho los
cientos de miles de personas que, bajo el paraguas del movimiento del
15M, han convertido su “no nos representan” en un grito con doble
significado: no solo denuncian la lejanía de los políticos con los
ciudadanos, sino también la incapacidad del sistema para llevar a las
instituciones una representación real de lo que ocurre en la calle.
Para muchos, ha llegado el momento de acometer ya una reforma del sistema electoral que,
según su grado, requeriría, además, una modificación de la
Constitución. Aunque pocos han explicitado en qué dirección, sí está
claro qué elementos dotan al actual modelo de ese sesgo mayoritario en
detrimento de la proporcionalidad. Dos, principalmente, que trataremos
de explicar lo más claramente posible, como única forma de conocer
también las alternativas.
Por un lado, la
división del país en tantas circunscripciones como provincias, 52, y la
asignación a cada una de ellas de un mínimo de dos escaños (salvo Ceuta
y Melilla, con uno cada una). Es decir: de partida, ya hay 102
diputados repartidos sin tener en cuenta los habitantes de cada
territorio, de forma que, aunque los otros 248 sí se reparten según la
población, el resultado es que en Soria, por ejemplo, cada 25.000
habitantes han tenido poder para elegir un diputado y en Madrid han
necesitado de más de 90.000. Por repetir una denuncia típica y quizás
simplista pero real: el voto de un soriano vale cuatro veces más que el
de un madrileño.
La manida fórmula D´Hondt
Y, por otro
lado, el segundo eje que define el funcionamiento del actual sistema
electoral es la elección de la fórmula D´Hondt para repartir los escaños
de cada circunscripción según los votos emitidos. Es una fórmula
matemática como cualquier otra, que trataremos de explicar con un
ejemplo. Si en Badajoz hay que elegir seis diputados, se dividen los
votos obtenidos por cada candidatura entre 1, 2, 3, 4, 5 y 6, y los seis
cocientes mayores son los que se llevan los escaños. De esta forma, por
seguir con el ejemplo, los 24.000 votos que obtuvo IU en esta provincia
extremeña no sirvieron para nada, porque los 207.000 del PP y los
153.000 del PSOE arrojaron seis cocientes superiores.
La conjunción
de ambos elementos provoca, como demuestra el investigador Rubén
Ruiz-Rufino en un estudio elaborado en 2006 para la Fundación
Alternativas, que solo en las provincias en las que se eligen a 12
diputados o más se logran resultados muy cercanos a la proporcionalidad;
en las que se reparten entre cinco y 12 escaños, se puede hablar de
proporcionalidad corregida, mientras que en las que cuentan con cinco
diputados o menos, el sistema es claramente mayoritario, es decir, por
decirlo llanamente, los partidos grandes se lo llevan todo. Y resulta
que estas, las circunscripciones menores, son más de la mitad.
A ello hay que
añadir un tercer elemento definitorio del sistema: el establecimiento de
un umbral, el 3% de los votos, por debajo del cual los partidos no
entran en el reparto de escaños, si bien la experiencia demuestra que la
aplicación de los otros dos ejes hace que este apenas tenga efectos
reales. Es decir, quien tiene menos de ese 3% en una circunscripción muy
difícilmente lograría diputados aunque la ley se lo permitiera.
Ese es, grosso
modo, el sistema actual. Y cualquier reforma que pretenda hacerlo más
proporcional debe jugar con esas dos principales variables: la provincia
como circunscripción, con la asignación a cada una de un mínimo de dos
diputados, y la fórmula D´Hondt para calcular el posterior reparto. Así,
hay quien defiende que bastaría con asignar solo un diputado a cada
circunscripción para que el número de escaños a repartir por criterios
de población suba a 298. O quien promueve que la circunscripción sea la
comunidad autónoma (ver gráfico 3, bajo este párrafo), lo que obligaría a
reformar la Constitución, no solo por ser más acorde con la
organización del Estado, sino también más proporcional, dado que aumenta
considerablemente el número de escaños a elegir en cada una. O quien
incide en cambiar la fórmula D´Hondt por, por ejemplo, la Sainte-Laguë,
en la que las divisiones antes mencionadas se hacen entre 1, 3, 5… (solo
impares), con lo que los cocientes son menores y es más fácil que
entren en el reparto los cocientes mayores de los partidos pequeños. O
por un sistema de cuotas, o fórmula Hare (ver gráfico 4).
El
sistema proporcional puro, el que se derivaría del principio “un
hombre, un voto”, garantiza, lógicamente, que cada partido tenga el
mismo porcentaje de escaños que de votos, pero tiene claros efectos
negativos: una elevadísima fragmentación del Parlamento (gráfico 5, a
continuación), con hasta 22 partidos representados, sin mayorías claras,
lo que se traduce en ingobernabilidad; y que ignora las distintas
sensibilidades del Estado español y su carácter plurinacional.
De
entre las puestas encima de la mesa, la alternativa más elaborada hasta
ahora es la de Izquierda Unida, la formación que, primero como Partido
Comunista de España y ahora con sus actuales siglas, más tiempo lleva
pidiendo la reforma, tanto como sufriendo sus efectos. La formación de
Cayo Lara propone, por un lado, disminuir de uno a dos el mínimo de
escaños que se asigna a cada circunscripción; sustituir la fórmula
D´Hondt por la Sainte-Laguë o la Hare y, además, ampliar de 350 a 400 el
número de diputados y distribuir esos nuevos escaños en una bolsa
estatal única a la que irían a parar los restos o votos sobrantes de
cada formación. Recuperando el ejemplo anterior, en esa bolsa estarían
los 24.000 votos que no le han servido para nada a IU en Badajoz, como
también los que le han sobrado al PP y al PSOE tras lograr sus cuatro y
dos escaños respectivamente, o los que han ido a parar a formaciones
minoritarias, sin opción alguna de conseguir escaño en esa provincia,
pero quizás sí, una vez sumados todos los del país, en esa bolsa única.
Esta es la
realidad. Una realidad que demuestra, por un lado, que el sistema
electoral español que ha dotado a la democracia de décadas de
estabilidad se diseñó con un interés partidista; y que más de 30 años
después las voces de quienes creen que sus efectos negativos sobre la
proporcionalidad no están justificados son cada vez más numerosas. Hay alternativas, cuyas bases son las que hemos tratado de traer aquí. Con un objetivo fundamental: que no vuelvan a manipular nuestro voto.
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