“El hombre corriente, cuando emprende una cosa, la echa a perder por tener prisa en terminarla”, Lao Tsé
El compás de la historia se ha acelerado exponencialmente durante el último siglo. Hemos pasado de la carta al e-mail, del teléfono al Smartphone, del vals a la música electrónica. La cultura de la inmediatez marca el ritmo de nuestros días esgrimiendo la urgencia
como eslogan. Para muchos, el virus de la prisa se convierte en una
dolencia crónica. Pasamos de una tarea a otra sin parar apenas a
respirar. Así, vivimos sometidos a un permanente nivel de estrés,
alimentado por nuestras variadas obligaciones y responsabilidades,
tanto profesionales como personales. En este escenario, el atajo aparece
como la más tentadora de las opciones. Acortar el
camino nunca ha sido más seductor, considerando que muchos seres humanos
vinculamos rapidez con eficacia y velocidad con calidad. Pero ¿es eso
siempre cierto?
Existen muchos tipos de atajo, pero todos comparten la raíz de su significado: ‘senda que abrevia
el camino’. Más allá de la geografía, los seres humanos tendemos a
buscar rutas alternativas para lograr lo que queremos utilizando el menor esfuerzo posible. Nuestro objetivo es optimizar
recursos, lo que a nivel biológico resulta tan útil como efectivo. Esta
premisa es la que nos lleva a tratar de abrir caminos nuevos, lo que
requiere de tesón, valor y capacidad de asumir riesgos. Quienes lo
intentan se ganan el bien merecido título de exploradores
o aventureros. Sin embargo, no siempre sobreviven para contar su
historia. No en vano, cuando tomamos uno de estos senderos a menudo lo
que ganamos en velocidad lo perdemos en estabilidad. Y es que el camino más corto a la cima suele ser el que tiene una pendiente más escarpada.
Lo cierto es que los atajos son engañosos. Nos ofrecen soluciones pasajeras a problemas permanentes.
Sin embargo, gozan de gran popularidad en esta era del cortoplacismo,
que nos lleva a priorizar los resultados inmediatos sin tener en cuenta
los daños colaterales o perjuicios futuros que dicha
estrategia pueda generar. A menudo, la prisa y la impaciencia se
convierten en las peores consejeras para tomar las decisiones adecuadas.
No en vano, optar por el camino largo significaría invertir más tiempo,
energía, estrategia y trabajo duro del que nos exige cualquier ‘ruta alternativa’.
Las ventajas de saber esperar
“Lo que causa malestar es estar en el presente queriendo estar en el futuro”, Eckart Tolle
La pereza juega una papel importante en la toma de
decisiones referente a los atajos. Y también la ignorancia, pues en la
urgencia de buscar una solución inmediata evitamos hacer el esfuerzo
necesario para comprender el auténtico coste de dicha
solución. Algunos atajos ni siquiera llevan a donde prometen. Si siempre
fueran fiables, se convertirían en el camino habitual, no en una mera ruta alternativa. Y sin excepción, cuando tomamos atajos, lo incompleto de nuestro recorrido termina por hacernos tambalear. No en vano, saltarse pasos importantes de cualquier proceso conduce a una mayor probabilidad de fracaso y en la necesidad de comenzar la tarea en cuestión de cero una segunda vez. O una tercera.
Los atajos no sólo aparecen en política, en el mundo del deporte o de las altas esferas. También infectan nuestras relaciones
más personales. Como cuando optamos por mirar hacia otro lado cuando
las cosas no funcionan como deberían con nuestra pareja. O cuando
compensamos el tiempo que no estamos con regalos
materiales. También cuando escondemos los problemas bajo la alfombra.
Cuando utilizamos la evasión como estilo de comunicación. Y cuando
optamos por mentir o adornar la verdad. Incluso cuando
dejamos de escuchar a la persona que tenemos al lado para simplemente
asentir distraídamente sin demasiado interés. Pero sobretodo, cuando no
nos queremos responsabilizar de nuestras acciones, conductas y
actitudes.
Vivimos tan a merced de nuestros hábitos que en contadas ocasiones
nos permitimos cuestionarlos. Pero lo que pone de manifiesto la
necesidad de tenerlo todo para ‘ya’ es nuestra desconexión
interna. En este contexto, el concepto ‘esperar’ nos genera un rechazo
visceral. No en vano, lo solemos relacionar con momentos tan aburridos
como irritantes. De ahí nuestra tendencia a huir del
momento presente, en el que aparentemente no esta pasando ‘nada’, y
tomar cualquier atajo que nos prometa una vía de escape. Sin embargo, la ‘espera’ es la fiel compañera que camina a nuestro lado durante toda transición. Podemos vivirla como un tormento
o tratar de gestionarla de la manera más constructiva posible. Y eso
supone aprender a apreciar la oportunidad que nos brinda: empezar a
cultivar la constancia y la paciencia, dejando de vivir como víctimas de
nuestros impulsos.
Si a lo largo de nuestra vida siempre escogiéramos el atajo accesible, cómodo y fácil, nos perderíamos la oportunidad de obtener una recompensa mucho mayor. La satisfacción profunda y auténtica
que nace del esfuerzo, la constancia y la consecución de nuestras
metas, sueños y objetivos a largo plazo. Y es que a menudo olvidamos
que la espera también puede resultar dulce. Incluso logra hacernos valorar más lo que obtenemos cuando llega el momento deseado.
El camino y la meta
“Si he hecho descubrimientos valiosos ha sido por tener más paciencia que cualquier otro talento”,
Isaac Newton
La cultura del atajo es el equivalente culinario a la olla exprés.
Su diseño resulta atractivo, y promete mantener el resultado del guiso
pero trabajar menos y durante menos tiempo para conseguirlo. Esta
premisa en la cocina puede resultar útil, pero en el desarrollo de las
relaciones personales puede pasarnos factura. Y es que
en lo referente a la creación de vínculos entre dos personas, la prisa
nunca construye. La base de toda relación es la confianza, y ésta no tiene el mismo tempo
que una sopa instantánea. Siguiendo con la metáfora culinaria,
podríamos decir que las relaciones más sólidas son fruto de la cocción a
fuego lento. Ese tiempo extra es lo que permite que los ingredientes extraigan todo su sabor y queden cohesionados.
Danzamos al son de la prisa para ganar tiempo. Pero si la vida es una carrera, ¿qué prisa hay por llegar a la meta?
Si nos permitimos frenar y poner el foco en lo que verdaderamente
importa, posiblemente descubramos la importancia de cultivar el arte
perdido de la paciencia. Lo cierto es que si
estuviéramos a gusto con nosotros mismos en este preciso momento, no
estaríamos tratando de que cualquier otra persona, cosa o situación
avanzara a una velocidad mayor de la que lo está haciendo. Seríamos
conscientes de que esa actitud no sirve para acelerar el ritmo de lo que nos sucede.
Eso sí, adoptar esta actitud más constructiva es necesario que nos recordemos de vez en cuando que todos los procesos que conforman nuestra vida tienen su particular tempo. Y que todo lo que necesitamos para ser felices se encuentra en este preciso instante y en este mismo lugar. Tomar escarpadas rutas alternativas rara vez nos va a acercar a nuestro objetivo. De ahí la importancia de estar atentos a nuestras propias inercias, para renegar de la cultura
del atajo y apostar por paso lento pero firme, sumando en calidad pero
no necesariamente en inmediatez. Porque la mejor forma de hacer las
cosas rápidamente es hacerlas bien. Así, ¿queremos vivir la vida a fuego lento…o en una olla exprés?
fuente: aqui
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