La inteligencia emocional está en la base de muchos procesos físicos. Podemos decir que existe un vínculo fisiológico directo entre las emociones y el sistema inmunológico que pone de manifiesto la relevancia clínica de las emociones.
Los fisiólogos, los médicos y hasta los
biólogos consideraban que el cerebro y el sistema inmunológico eran entidades
independientes e incapaces de influirse mutuamente. Determinados experimentos
han cambiado nuestro criterio sobre las relaciones existentes entre el sistema
inmunológico y el sistema nervioso central. Con esto se da origen a una nueva
ciencia, la psiconeuroinmunología, la vanguardia de la medicina hoy en día. El mismo
nombre de esta ciencia da cuenta del vínculo existente entre la mente (psico),
el sistema neuroendocrino que subsume el sistema nervioso y el sistema hormonal
(neuro), y el término inmunología que se refiere al sistema inmunológico.
Existen, sin duda, emociones tóxicas,
emociones negativas que debilitan la eficacia de distintos tipos de células
inmunológicas. Cada vez son más los médicos que reconocen la incidencia de las
emociones en el desarrollo de la enfermedad. Un ejemplo, el pánico y la ansiedad
aumentan la tensión arterial. Con ello las venas dilatadas por la presión
sanguínea sangran más profusamente y ésta es una de las principales
complicaciones a las que se enfrenta cualquier intervención quirúrgica. Estos
datos son anecdóticos, pero demuestran lo nocivas que pueden resultar para la
salud las emociones perturbadoras. Por el contrario, los sentimientos positivos
albergan beneficios clínicos . A pesar de conocerse este dato, según Daniel
Goleman en su libro "Inteligencia emocional", la inmensa mayoría de
los médicos siguen mostrándose reacios a aceptar la relevancia clínica de las
emociones. Si se presta atención a emociones concretas como la ira y la
ansiedad no cabe duda de su relevancia clínica, aunque los mecanismos
biológicos concretos mediante los cuales actúan todavía no hayan sido
desentrañados.
Para mostrar que las emociones
negativas son un factor de riesgo para el desarrollo de la enfermedad podemos
simplemente hablar del estrés. Las personas que siempre tienen prisa, por
ejemplo, padecen una elevación de la tensión sanguínea que constituye un grave
factor de riesgo para las enfermedades cardíacas.
O podemos hablar de las enfermedades
infecciosas como la gripe, el resfriado y el herpes. Nuestro sistema
inmunológico suele mantenerlos a raya, excepto en aquellos momentos en los que
el estrés emocional disminuye nuestras defensas. La vulnerabilidad a estos
virus de las personas preocupadas y alteradas es mucho mayor. La importancia
médica del estrés es tal que las técnicas de relajación orientadas a reducir la
excitación fisiológica negativa se están utilizando clínicamente, según
Goleman, para aliviar los síntomas de numerosas enfermedades crónicas entre las
que se incluyen, entre otras, las enfermedades cardiovasculares, ciertos tipos
de diabetes, la artritis, el asma, los desórdenes gastrointestinales y el dolor
crónico.
Si las diversas formas de angustia
emocional crónica pueden llegar a ser nocivas, la gama opuesta de emociones
puede ser tonificante. No se dice con ello que las emociones positivas sean
curativas e inviertan el curso de una dolencia, pero sí pueden desempeñar un
importante papel en el conjunto de variables que afectan al curso de una
enfermedad . Podemos concluir diciendo que el pesimismo tiene su precio
mientras que el optimismo supone considerables ventajas. Asimismo, la esperanza
constituye un factor curativo que nos permite superar los retos que nos
presenta la vida.
La euforia es un estado de excitación
psíquica positiva que protege a la persona de los trastornos psicosomáticos.
La alegría es un sentimiento de
placer que contrarresta estados emocionales perjudiciales y evita en muchos
casos que el ser humano canalice síntomas negativos.
Las enfermedades psicosomáticas
aparecen por emociones como la ansiedad, la ira o la angustia. “Las emociones
positivas nos generan sensación de alegría y de refuerzo, nos hacen fuertes.
Las negativas nos debilitan”, explica Josep Maria Farré, jefe del servicio de
psiquiatría, psicología y medicina psicosomática de USP Institut Universitari
Dexeus. Existe una somática positiva, con una respuesta orgánica que mejora
nuestra salud general, explica Farré. Enamorarse, sentirse motivado por un
trabajo o disfrutar de una buena comida estimulan la misma zona del cerebro, el
circuito placer-recompensa. Hacen que liberemos un neurotransmisor, la
dopamina, que genera esa sensación positiva que se traduce en un bienestar
general. También ocurre cuando somos amables, aunque la situación que vivimos
sea en principio negativa y estresante. Ante la adversidad, con una actitud
positiva también se obtiene una respuesta social positiva, precisa Farré.
Pero cuando lo que ocurre en el
entorno provoca emociones negativas, la activación de nuestro cerebro cambia.
Se liberan otro tipo de neurotransmisores, como la noradrenalina o la
serotonina. El cerebro los necesita para muchas de sus funciones, pero en su
cantidad adecuada. Cuando se liberan en exceso, pueden acabar alterando el
equilibrio de nuestro cuerpo y provocar respuestas negativas. “Si no se
resuelve la situación de emergencia o la forma de afrontarla, la dolencia se
cronifica”, explica Farré.
La forma en que se viven las
situaciones y las emociones que las desencadenan depende, en buena parte, de la
personalidad de cada uno. Por eso, pasar por un mal momento o que el entorno no
acompañe no es suficiente para que todo el proceso de somatización se desencadene.
Las personas extremadamente competitivas, con poca empatía, los hipocondríacos
o quienes no exteriorizan sus sentimientos tienen más posibilidades de acabar
dando salida a su malestar a través de alguna dolencia. “La persona que sabe
expresar sus sentimientos tiene mucho ganado. Saber reconocer el origen de esa
emoción es clave para la salud”, afirma Álvarez. “El 10% de los somatizadores
niegan que el origen de su dolencia sea psicológico, y eso es un problema”,
observa Farré.
También influye la genética. Quienes
tienen el corazón más débil pueden acabar padeciendo un infarto. Lo mismo
ocurre con el sistema digestivo, o con el dolor de espalda. Sin olvidar las
disfunciones sexuales. Aún no se sabe bien hasta qué punto el órgano a través
del que se somatiza depende de la genética o de otros factores. Algunos
estudios apuntan, por ejemplo, a una conexión entre el desequilibrio en la
producción de neurotransmisores y el sistema inmune. Otros indican una estrecha
ligazón entre la piel y el cerebro, incluso desde el vientre materno, según
explica Farré. En sus orígenes, el embrión está formado por tres capas:
endodermo, mesodermo y ectodermo. De esta última se originan la piel y el
sistema nervioso. Algunas teorías atribuyen a esta relación que lo que ocurra
en el cerebro pueda acabar manifestándose en la piel, dice Farré.
La crisis
La vida de numerosas personas ha
sufrido cambios importantes e indeseados debido a la crisis. Mucha gente no ha
tenido más remedio que asumir una nueva vida. De hecho, en los últimos dos
años, las enfermedades psicosomáticas han aumentado entre un 30% y un 40%,
según estima Álvarez. “Son personas que tienen que adaptarse a una nueva
situación: a las que se ha despedido del trabajo, o que trabajan bajo presión
para no ser el siguiente en las reducciones de plantilla, o que tienen que dar
más horas para suplir la falta de otros”, explica el especialista.
Las personas que toleran mal los
cambios sufren más el estrés y la frustración, y por tanto pueden acabar
traduciéndolos con mayor facilidad en problemas de salud. Como un pez que se
muerde la cola, la personalidad de cada uno hace que el modo de afrontar una
nueva situación difiera. Las enfermedades psicosomáticas se forjan dentro de un
cuadrilátero, formado por “el sistema nervioso, el sistema hormonal, el sistema
inmunológico y la personalidad del propio individuo”, explica Antoni Bulbena,
jefe del servicio de psiquiatría del hospital del Mar de Barcelona y
vicepresidente de la Asociación Europea de Psiquiatría de Enlace y Psicosomática.
Hay estudios comparativos que
demuestran que personas que han padecido un infarto y que físicamente se
recuperan de forma excelente vuelven a padecer otro si su personalidad no
propicia una respuesta adaptativa ante la nueva situación. En definitiva, los
especialistas creen que el binomio cuerpo-mente debería aplicarse a toda
patología, ya que la somatización también puede hacer que el curso de algunos
pacientes ya enfermos empeore.
La dificultad para adaptarse a lo
nuevo explicaría por qué a algunas personas el inicio de las esperadas
vacaciones no les sienta bien. Son un cambio de ritmo que modifica nuestros
referentes de orientación. “Nuestra vida artificial y agendada cambia, no a
todo el mundo le sienta bien el desconectar. Hay quien se queda desprogramado y
su cuerpo responde quedándose entonces demasiado desconectado”, explica
Bulbena.
¿Cómo lo somatiza? “Con agotamiento,
fatiga y falta de motivación. Hay quien se queda en hibernación, pasando dos
días en la cama”, añade. ¿La solución? “Esta desconexión del medio laboral
debería cambiarse por una conexión con uno mismo. Estamos muy programados para
responder a un entorno concreto, pero no para conectar contigo mismo”, afirma Bulbena.
Aunque no existen estudios
concluyentes, algunos especialistas apuntan a que la percepción popular de que
al empezar las vacaciones se enferma más podría ser cierta. Los cambios de
ritmo también afectan al sistema inmune. Por ejemplo, se sabe que las personas
que en su trabajo cambian de turno tienen una mayor tendencia a padecer
enfermedades del sistema inmune, apunta Bulbena. No solo se altera su reloj
biológico, sino que el estrés que genera contribuye al desequilibrio de las
defensas.
Álvarez augura que, desde el punto de
vista de la medicina psicosomática, la crisis también puede hacer que las “no
vacaciones” de muchas personas acaben en somatizaciones. Se refiere a ellas
como “las vacaciones de la frustración”. La ira que provoca el tener que quedarse
en casa cuando no se necesita descanso es el caldo de cultivo para las
enfermedades psicosomáticas.
A ello hay que sumar el malestar
acumulado por la precariedad laboral. Las personas que pierden su trabajo
pueden manifestar somatizaciones. Pero tener la espada de Damocles sobre la
cabeza también. Algunos estudios indican que quienes se preocupan demasiado por
la posibilidad de perder su puesto de trabajo tienen un peor estado de salud y
más síntomas de depresión que los que están en paro.
Las más frecuentes
La enfermedad psicosomática más
típica y abundante es el colon irritable, afirma Bulbena. Otras enfermedades
somáticas son la hipertensión y las enfermedades cardiovasculares, sobre todo
el infarto y el asma.
Del mismo modo, la mayoría de enfermos
empeoran cuando sus emociones son negativas. En la fibromialgia, el estado de
ánimo resulta fundamental. Las personas con VIH deprimidas y ansiosas tienen un
peor pronóstico. “Somos una máquina que interacciona. Si a un enfermo que
padece alguna enfermedad como un cáncer lo tratas con antidepresivos, vive más
tiempo. La propia depresión tiene efectos inflamatorios, una depresión mal
tratada desemboca en otros problemas fisiológicos”, observa Bulbena. Los
especialistas coinciden en que la medicina psicosomática, pese a ser
minoritaria, debería tenerse más en cuenta en la práctica médica.
fuente: aqui
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