Cómo han cambiado los tiempos!, ¡Cómo cambian las historias!
¿Cuántos
años se requieren para que se verifique, es decir, para que se haga
visible o tangible un cambio? ¿Cambio de actitud?, ¿Cambio de
mentalidad?, ¿Cambio de rumbo?… No importa. ¡Un cambio!
Cambiamos de ropa cotidianamente, cambiamos de desodorante y de posición en la cama. Cambiamos el menú y de color la casa.
Cambiamos las cortinas y el teléfono móvil. Hay cambios de los cuales
somos totalmente conscientes; de otros, en cambio, no tenemos ni la más
mínima idea aun cuando lo único constante es el cambio mismo.
Hay
cambios esperados e inesperados; cambios visibles e invisibles y
cambios deseados y cambios impuestos. A algunas personas (las menos) les
agradan, buscan y precipitan los cambios; otros, en cambio, los evitan,
les huyen y se atemorizan ante la sola idea de cambiar.
Preferimos
la comodidad de lo conocido, de aquello que no reserva sorpresa alguna y
que, en consecuencia, podemos anticipar, aunque y siendo sinceros, en
el fondo nos gustaría que las cosas fueran de otra manera. Sabemos (la
mayoría de manera inconsciente) que la comodidad, la estabilidad y la
quietud son condiciones improductivas, aletargantes y anacrónicas dentro
de un universo que está en continua expansión. Durmiendo pasamos más de
la mitad de nuestras vidas, incluso dormimos durante la noche. El mundo
moderno nos presenta un sinnúmero de comodidades que nos impelen a
soñar despiertos, pero un día, un día de fiesta quizás, alguien o algo
nos despierta y anima dentro nuestro (quizás en un rincón del cerebro)
una vocecita que nos incita a abrir los ojos, levantarnos y caminar.
En
el fondo sabemos que debemos hacerlo. Conocemos por experiencia previa
que nuestra condición no es estar tirados en un sofá con una lata de
cerveza en la mano y viendo el partido de futbol que pasan en la
televisión (eufemismo para la telenovela de turno o el reality absurdo). Debe haber más. ¡Tiene que haber más!
Intentamos
incorporarnos pero nos damos cuenta que estamos atados de pies y manos
al sofá, pero aun así, somos libres. Podemos alcanzar la nevera, la
cama, el baño, el control remoto del televisor e, incluso, podemos ir a
la oficina a trabajar y compartir con nuestra familia y amigos un
agradable fin de semana. Es más, una vez al año las cadenas se vuelven
flexibles como por arte de magia y nos permiten tomar un avión para
disfrutar de quince días en el exterior. Algunas veces cambiamos de
opción y decidimos comprar un nuevo auto, al fin y al cabo, todo es
cuestión de gustos.
Entre la
televisión con sus realities, deportes y noticias; el trabajo en la
oficina o el taller y las visitas a nuestros familiares y amigos, o al
centro comercial, se nos va la vida.
Hemos
pagado con nuestro dinero (o el de los banqueros, porque el dinero
realmente no es nuestro) la pantalla de 42 pulgadas que adorna la pared
en frente de nuestro sofá. También hemos pagado por el coche, el
ordenador, el control remoto, el baño, la cama y la nevera, incluso
hemos pagado por las cadenas que nos atan. Claro está que las cadenas
son un poco más costosas pues, casi siempre, son importadas y de
excelente calidad. A propósito,
estas cadenas las venden no solamente en las ferreterías, sino también
en las tiendas de ropa, en los supermercados, en los centros comerciales
y, por supuesto, en los bancos.
Atados
al sofá, nos asombramos de muchas cosas: la nueva camiseta de la
selección nacional de futbol, la última canción del cantante de turno,
el vestido de boda de la condesa Connivencia, los reportes del tiempo en
New York, las noticias de la CNN, la escases de ropa
de las modelos de pasarela, la situación de miseria y pobreza de la
protagonista de la telenovela del día, la capacidad casi innata del
superhéroe que en la película más taquillera asesina a cien personas
pero sigue siendo el bueno, el diseño espectacular de la nueva
aspiradora que nos hará felices y de la elocuencia del
“politiquero-ladrón-abogado de turno” candidato seguro a ganar las
próximas elecciones presidenciales. Nuestra pantalla de 42 pulgadas es
el ojo mediante el cual vemos y conocemos el mundo entero.
Alguien
llama a la puerta en una linda tarde de domingo. Es un amigo que hace
poco conocimos y que nos invita a apagar la pantalla y caminar un rato
por las calles desoladas de la gran ciudad. Por supuesto, rechazamos la
invitación. ¿Qué puede haber más importante que estar enterado de todo
lo que sucede alrededor del mundo? Despedimos a nuestro amigo, cerramos
la puerta, abrimos la nevera y alcanzamos una nueva cerveza para
acompañar la final de futbol que acaba de empezar. Siempre hay una
final, un campeonato, un concierto, un reality, una nueva novela que
promete ser mejor que la anterior… en fin, una nueva candileja que nos
deja perplejos y atados a la pantalla.
El
partido de futbol empezó. Gritos de júbilo e insultos conviven en un
mismo escenario en donde el protagonista no es el ser humano, o el
equipo favorito. Las cámaras y las miradas siguen un solo objeto: el
balón. Ahora él es el rey, el dios. Un dios que ha cambiado de colores y
de peso durante el transcurso del tiempo. Antes era blanco y negro,
ahora puede ser amarillo o rojo. Las pasiones se encienden y se escuchan
gritos coreando a uno u otro equipo. De repente llega el clímax, el
punto máximo del orgasmo en el juego erótico de perseguir el balón: el
gol. La pasión se expresa de todas maneras: mordiendo las uñas, mirando
la pantalla gigante que repite una y otra vez el acto del gol, los
gritos inconscientes y los insultos de grueso calibre, hasta la
humillación del contrario. Todo se vale en ese momento, hasta las
lágrimas de alegría o de dolor. Luego,
y como es lógico, sobreviene la calma, el desasosiego que siempre le
sigue a la alegría pueril y superficial de la multitud. Regreso a casa,
al sofá, a la cama, al trabajo.
Pero…
¿Qué ha sido de aquel amigo o conocido que un domingo llamó a nuestra
puerta y que nos invitó a apagar el televisor y caminar? Esta pregunta
surge en nuestra mente de cuando en cuando, pero la alejamos para no
tener que pensar. Pensar es difícil y siempre genera incomodidad. Esa es
la grandeza del partido de futbol: en medio de la multitud no es
necesario pensar, solo sentir. ¿Qué sabemos de él? Casi nada. Lo
conocimos un día en una reunión de amigos, alguien nos lo presentó pero
poco o nada hablamos aquel día.
Ahora
recuerdo que tenía una mirada un tanto extraña y que hablaba poco, casi
nada. En fin, seguramente estará bien en medio de su locura, porque
estaba loco, sin duda. Hay que estar loco para rechazar una tarde de
domingo frente al televisor viendo un partido de futbol.
Llega
el fin de semana siguiente. El partido no es muy prometedor y nuestra
esposa desea fervientemente acudir al centro comercial para comprar
algunas prendas de vestir, pero ante todo para figurear un poco (ese
mágico arte de aparecer frente a las vitrinas, desenando poseer lo que
en ellas vemos pero como no podemos o no nos atrevemos, nos consolamos
con que nuestros vecinos y amigos nos vean preguntando por los precios).
Mucha gente en el centro comercial. La razón es simple: aquí tampoco hay que pensar, solo sentir. Es
curioso pero el estadio y el centro comercial no son tan diferentes,
ellos poseen similitudes que también están presentes en otros lugares
como la mayoría de escuelas, universidades, iglesias, hospitales y
cementerios del mundo entero.
Ah…
Ahora caigo en la cuenta: cuando estamos en medio de estas multitudes,
dado que no pensamos, solo sentimos, las cadenas desaparecen o creemos
que desaparecen. No las sentimos. Es como cuando tenemos una pequeña
herida en el dedo meñique de la mano izquierda que nos duele e incomoda,
pero al equivocar la puntería y en lugar de golpear el clavo, golpeamos
el dedo pulgar derecho, entonces el dolor del meñique desaparece como
por arte de magia. La consciencia se centra en otro punto, el dedo
pulgar. Ahora entiendo que no comprendo.
Una gran cadena alrededor del cuello hace desparecer las cadenas de
nuestras manos y pies. Con la soga al cuello y el otro extremo pendiente
de una viga, no se piensa en el hambre que siente el estómago.
Después
de interminables horas de visitar una y otra tienda, ella da por
terminado el periplo. Solo ha comprado dos cosas. Regreso a casa. Allí
nos espera la comodidad de lo conocido, de lo que no depara sorpresas,
de la quietud y la inercia. Las cadenas de pies y manos vuelven a ser
visibles y se sienten con más peso, pero al fin y al cabo, estamos en
casa. Esa noche vuelve a nuestra mente el recuerdo de aquel loco que nos
invitó a pasear aquel domingo. ¿Por qué la mente sigue incomodándonos
con ese pensamiento?
Al día siguiente y durante el almuerzo alguien nos comenta que terminó de leer un excelente libro. “¡Vaya!, ¿Hay gente que todavía lee?”,
nos preguntamos desconcertados. Además lo vemos muy emocionado, aunque
casi siempre está solo pues no sabe de futbol y no le gusta. La gente
prefiere a quien conoce de temas cotidianos.
Tiempo
después nos damos cuenta que aquel conocido del paseo dominguero es
amigo del lector de libros. No es coincidencia, ambos son “raritos”. Los
afines se atraen, se juntan. “Dios los crea y ellos se juntan” decía mi
abuela. Por eso mis colegas adoran la televisión, los realities y las
telenovelas.
¿Qué habrá más allá de
estos muros de esta casa? ¿De esta ciudad? ¿De este país? De niño solía
hacerme estas preguntas y deseaba viajar muy lejos. ¡Deseaba ser
bombero, o médico! Pero el trabajo, la casa, la familia, la sociedad y
la televisión me hicieron olvidar esas locuras. Quizás el paseador
dominguero y el lector de libros no tienen televisor y por eso hacen lo
que hacen.
La vida sigue y los
compromisos se vuelven cada vez más pesados, más difícil de cumplir
mientras en algún lado, la vida verdadera sigue llamándonos. No
prestamos atención a estos llamados porque estamos demasiado ocupados
con los quehaceres cotidianos mientras los compromisos sociales llenan
el poco espacio que nos deja el trabajo y los nuevos desarrollos
tecnológicos consumen el tiempo y el dinero que nos resta. Es curioso
notar la fuerza y trascendencia que sobre nosotros ejercen los
dispositivos tecnológicos y los convencionalismos sociales, aquellos que
con el tiempo y la aceptación acrítica se transforman en normas. Un
análisis simple nos permitiría ver como a través del tiempo las normas
sociales han sido básicamente las mismas, pero con diferentes nombres y
métodos de aplicación y sanción. ¿Es
que no hemos aprendido las lecciones necesarias? ¿Cuántas veces
tendremos que repetir los mismos procesos antes de poder extraer la
enseñanza que nos pretende transmitir la vida? El
aprendizaje va a ser muy lento mientras sigamos encerrados en las cuatro
paredes de nuestra comodidad. Es necesario, entonces, “abrir las
ventanas”, porque si no lo hacemos, todo seguirá igual.
Para “abrir ventanas” o, incluso, crearlas, se requieren los elementos o herramientas adecuadas, pero ante todo, hace falta “el deseo ferviente”
de ver la luz o respirar un nuevo aire. Una vez detectado ese deseo
motivador, viene la voluntad creadora que nos hace tomar en nuestras
propias manos las herramientas y empezar a golpear las paredes. Pero la
intención solo puede provenir del interior nuestro. Solo cuando nuestro
ser verdadero se da cuenta de todo cuanto se pierde por estar sentado,
encerrado y encadenado en medio de cuatro paredes, pendiente del
programa de televisión, atento a seguir las convenciones sociales y
repetir las tradiciones, solo entonces podremos “hacer olas”.
Pero, ¿Qué cosas nos perdemos por estar en esa miserable posición? ¡No lo sé! Mi comprensión no llega a tanto.
Atendiendo
a la sincronicidad y a la ley de causa – efecto, la resolución no tarde
en aparecer. Un día cualquiera, quizás un domingo en que no había
futbol o telenovelas, entramos en la cafetería de siempre a tomar el
café de siempre. En un costado y sentados a la misma mesa de siempre
están dos personajes usuales tomando un café. Pero hoy lucen diferentes,
o quizás seamos nosotros los que tenemos la mirada más profunda. Al
acercarnos un poco más para tratar de hallar las diferencias, notamos
que no llevan cadenas y que nos hacen señales con sus ojos para que nos
sentemos a su mesa. Con cierto temor y algo de recelo aceptamos su
invitación. Si nos ven allí, ¿Qué podrían pensar nuestros amigos? En
fin, después de algunas dudas, nos sentamos.
Han
pasado tres horas desde que aceptamos la invitación, tres horas que
parecen solo cinco minutos. Después de solo escucharlos, hemos aprendido
más que en los últimos diez años. Hemos aprendido cosas reales,
ciertas, bellas, justas y eternas. Ahora nos damos cuenta de dos cosas:
1: Tenemos demasiada basura de todos los tipos dentro de nuestro
cerebro; 2: Estábamos equivocados.
Lo
primero no es realmente un problema, pues tiene fácil solución. Lo
segundo es más profundo pues nos resta los fundamentos esenciales sobre
los cuales habíamos construido toda nuestra última vida.
Pretensiones,
creencias, resoluciones, dictados de una supuesta consciencia, normas
sociales, estructuras de pensamiento erróneas, elucubraciones sesgadas,
juicios incorrectos y concepciones del universo apenas esclarecidas. Por
supuesto y como seres racionales, nos preguntamos si acaso los
equivocados no son ellos dos, pues la mayoría, la inmensa mayoría de la
humanidad sigue estos comportamientos. En ese instante una callada
vocecita resuena en nuestro interior diciendo: “Una mentira no se transforma en verdad por el hecho de ser creída y repetida mil veces”.
Una
casa nos ha hecho perder de conocer edificios enteros; la dedicación
exclusiva a otra persona nos ha impedido conocer los seis mil millones
de seres humanos que pueblan esta tierra; el apego a nuestra ciudad nos
alejó de las maravillas de distantes pueblos, tan lejanos como
atractivos… Y ahora nos preguntamos ¿Qué habría sido de la medicina si
los primeros médicos no hubieran roto las normas dogmáticas acerca de la
prohibición de abrir cadáveres? Los convencionalismos y las normas
sociales, así como los dogmas religiosos, los apegos insanos y las
tradiciones solo conducen al estancamiento de la especie porque la
destrucción y la construcción son dos caras de la misma moneda. Las
cadenas siguen atándonos a las cosas, los sentimientos y los
pensamientos que durante toda una vida hemos acrecentado.
La
charla entre los dos amigos continúa y nosotros solo acertamos a
escuchar. Es mejor no decir nada si no hay nada que decir. No es
coincidencia ni es raro que estén hablando de una humanidad encerrada en
una caverna, atada de pies y de manos y condenada a sobrevivir
repitiendo los mismos esquemas de vida. Esto no es nada extraño. En esas
casi cuatro horas nos hemos enterado, entre otras cosas, que existe un
universo en pleno desarrollo; que los seres humanos no son la única especie que vive en este planeta,
que hay especies en desarrollo por encima y por debajo del ser humano;
que las preocupaciones por el futuro son absolutamente innecesarias; que
las emociones, los deseos, las pasiones y los pensamientos pueden y
deben ser controlados; que la realidad es meramente mental y que un
mejoramiento sensible en un solo individuo mejora la especie. Nunca como
ahora la existencia ha sido tan clara, simple y profunda. Otro café y de regreso a casa.
Han
pasado algunas semanas, quizás años antes de que nuestro cerebro nos
avisara de los cambios que se precipitaron en nuestra esencia mental a
partir de aquella tarde de domingo en aquel café y con aquellos amigos.
Sin saber cómo, cuándo y por qué, los cambios también se fueron
evidenciando en nuestra vida cotidiana: las rutinas se cambiaron, los
gustos se transformaron y los sentidos se aguzaron. Nos descubrimos más
sensibles al sufrimiento ajeno, a las miserias del mundo y por vez
primera empezamos a creer que existe algo más allá de lo que hasta ese
momento considerábamos como la existencia. El sol brilla más que antes y
parece que lo hiciera solo para nosotros, los pájaros cantan con mayor
claridad y escuchamos sonidos nuevos. Estábamos sordos ante la vida. La
vida se torna más fácil y el universo es ahora un conjunto de maravillas
dispuestas para ser exploradas y comprendidas. Ya no sentimos cadenas en nuestro cuerpo, y al principio, eso nos aterra. La libertad tiene como pariente cercano a la soledad. En
medio de tantas maravillas notamos que todos, incluso nuestra propia
familia y nuestros más cercanos amigos, se han alejado, han tomado
distancia y ahora nos consideran “algo separado”, aparte del resto de la multitud. Cuanto más adentro estemos de la humanidad, más separados nos verán de ella.
En
este estado comprendemos los motivos de los grupos ecologistas, los
vegetarianos y los que pugnan por un nuevo entendimiento humanitario.
Comprendemos también que, aunque desconozcamos los motivos, las
consecuencias aparecerán más temprano que tarde. Aceptamos que no
estamos solos y que nuestra existencia es interdependiente con otros
seres humanos, animales, vegetales y minerales, así como con las
especies cuyo estado de desarrollo se encuentra por encima de la misma
humanidad.
¡Hemos cambiado! No cabe
duda. Nos descubrimos como seres intactos, nuevos y habidos de encarar
nuestra propia evolución con las herramientas que el universo dispuso
desde el comienzo de los tiempos. Reconocemos que pasado, presente y
futuro son coexistentes y que el tiempo es solo una convención social,
como lo son los horarios, los ropajes o los compromisos sociales. No nos
preocupamos por la corrupción, la maldad y la miseria del mundo porque
en el fondo sabemos que son solo estados pasajeros, que no tienen
esencia real y que el efecto sobre nuestro propio ser depende
directamente de nuestra voluntad para aceptarlos dentro de nosotros. Es
claro que todos ellos están jugando el mismo juego dentro de una caverna
sistematizada y totalmente controlada con un mando a distancia que no
vemos. Sabemos que la televisión, los periódicos, las revistas y todos
los desarrollos tecnológicos no son más que nuevos sonajeros que ponen
en nuestras manos para entretenernos y así evitar que pensemos y tomemos
la evolución de nuestra consciencia y nuestro ser en nuestras propias
manos. La libertad se torna algo comprometedor, esperanzador y
peligroso.
Ahora somos luz, ahora somos vida y esencia de este universo en constante expansión. Somos creadores y conscientes que “la vasija” se transformó en “la fuente”.
Ahora en el costado de la cafetería, en la mesa de siempre, hay alguien
más. Mañana deberá haber otro, y otro más el día después. Ese es
nuestro real sino.
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