domingo, 17 de mayo de 2015

Mito de la Caverna de Platón traído a nuestra época



Cómo han cambiado los tiempos!, ¡Cómo cambian las historias!
¿Cuántos años se requieren para que se verifique, es decir, para que se haga visible o tangible un cambio? ¿Cambio de actitud?, ¿Cambio de mentalidad?, ¿Cambio de rumbo?… No importa. ¡Un cambio!
Cambiamos de ropa cotidianamente, cambiamos de desodorante y de posición en la cama. Cambiamos el menú y de color la casa. Cambiamos las cortinas y el teléfono móvil. Hay cambios de los cuales somos totalmente conscientes; de otros, en cambio, no tenemos ni la más mínima idea aun cuando lo único constante es el cambio mismo.

Hay cambios esperados e inesperados; cambios visibles e invisibles y cambios deseados y cambios impuestos. A algunas personas (las menos) les agradan, buscan y precipitan los cambios; otros, en cambio, los evitan, les huyen y se atemorizan ante la sola idea de cambiar.

Preferimos la comodidad de lo conocido, de aquello que no reserva sorpresa alguna y que, en consecuencia, podemos anticipar, aunque y siendo sinceros, en el fondo nos gustaría que las cosas fueran de otra manera. Sabemos (la mayoría de manera inconsciente) que la comodidad, la estabilidad y la quietud son condiciones improductivas, aletargantes y anacrónicas dentro de un universo que está en continua expansión. Durmiendo pasamos más de la mitad de nuestras vidas, incluso dormimos durante la noche. El mundo moderno nos presenta un sinnúmero de comodidades que nos impelen a soñar despiertos, pero un día, un día de fiesta quizás, alguien o algo nos despierta y anima dentro nuestro (quizás en un rincón del cerebro) una vocecita que nos incita a abrir los ojos, levantarnos y caminar.

En el fondo sabemos que debemos hacerlo. Conocemos por experiencia previa que nuestra condición no es estar tirados en un sofá con una lata de cerveza en la mano y viendo el partido de futbol que pasan en la televisión (eufemismo para la telenovela de turno o el reality absurdo). Debe haber más. ¡Tiene que haber más!

Intentamos incorporarnos pero nos damos cuenta que estamos atados de pies y manos al sofá, pero aun así, somos libres. Podemos alcanzar la nevera, la cama, el baño, el control remoto del televisor e, incluso, podemos ir a la oficina a trabajar y compartir con nuestra familia y amigos un agradable fin de semana. Es más, una vez al año las cadenas se vuelven flexibles como por arte de magia y nos permiten tomar un avión para disfrutar de quince días en el exterior. Algunas veces cambiamos de opción y decidimos comprar un nuevo auto, al fin y al cabo, todo es cuestión de gustos.

Entre la televisión con sus realities, deportes y noticias; el trabajo en la oficina o el taller y las visitas a nuestros familiares y amigos, o al centro comercial, se nos va la vida.

Hemos pagado con nuestro dinero (o el de los banqueros, porque el dinero realmente no es nuestro) la pantalla de 42 pulgadas que adorna la pared en frente de nuestro sofá. También hemos pagado por el coche, el ordenador, el control remoto, el baño, la cama y la nevera, incluso hemos pagado por las cadenas que nos atan. Claro está que las cadenas son un poco más costosas pues, casi siempre, son importadas y de excelente calidad. A propósito, estas cadenas las venden no solamente en las ferreterías, sino también en las tiendas de ropa, en los supermercados, en los centros comerciales y, por supuesto, en los bancos.

Atados al sofá, nos asombramos de muchas cosas: la nueva camiseta de la selección nacional de futbol, la última canción del cantante de turno, el vestido de boda de la condesa Connivencia, los reportes del tiempo en New York, las noticias de la CNN, la escases de ropa de las modelos de pasarela, la situación de miseria y pobreza de la protagonista de la telenovela del día, la capacidad casi innata del superhéroe que en la película más taquillera asesina a cien personas pero sigue siendo el bueno, el diseño espectacular de la nueva aspiradora que nos hará felices y de la elocuencia del “politiquero-ladrón-abogado de turno” candidato seguro a ganar las próximas elecciones presidenciales. Nuestra pantalla de 42 pulgadas es el ojo mediante el cual vemos y conocemos el mundo entero.

Alguien llama a la puerta en una linda tarde de domingo. Es un amigo que hace poco conocimos y que nos invita a apagar la pantalla y caminar un rato por las calles desoladas de la gran ciudad. Por supuesto, rechazamos la invitación. ¿Qué puede haber más importante que estar enterado de todo lo que sucede alrededor del mundo? Despedimos a nuestro amigo, cerramos la puerta, abrimos la nevera y alcanzamos una nueva cerveza para acompañar la final de futbol que acaba de empezar. Siempre hay una final, un campeonato, un concierto, un reality, una nueva novela que promete ser mejor que la anterior… en fin, una nueva candileja que nos deja perplejos y atados a la pantalla.

El partido de futbol empezó. Gritos de júbilo e insultos conviven en un mismo escenario en donde el protagonista no es el ser humano, o el equipo favorito. Las cámaras y las miradas siguen un solo objeto: el balón. Ahora él es el rey, el dios. Un dios que ha cambiado de colores y de peso durante el transcurso del tiempo. Antes era blanco y negro, ahora puede ser amarillo o rojo. Las pasiones se encienden y se escuchan gritos coreando a uno u otro equipo. De repente llega el clímax, el punto máximo del orgasmo en el juego erótico de perseguir el balón: el gol. La pasión se expresa de todas maneras: mordiendo las uñas, mirando la pantalla gigante que repite una y otra vez el acto del gol, los gritos inconscientes y los insultos de grueso calibre, hasta la humillación del contrario. Todo se vale en ese momento, hasta las lágrimas de alegría o de dolor. Luego, y como es lógico, sobreviene la calma, el desasosiego que siempre le sigue a la alegría pueril y superficial de la multitud. Regreso a casa, al sofá, a la cama, al trabajo.

Pero… ¿Qué ha sido de aquel amigo o conocido que un domingo llamó a nuestra puerta y que nos invitó a apagar el televisor y caminar? Esta pregunta surge en nuestra mente de cuando en cuando, pero la alejamos para no tener que pensar. Pensar es difícil y siempre genera incomodidad. Esa es la grandeza del partido de futbol: en medio de la multitud no es necesario pensar, solo sentir. ¿Qué sabemos de él? Casi nada. Lo conocimos un día en una reunión de amigos, alguien nos lo presentó pero poco o nada hablamos aquel día.
Ahora recuerdo que tenía una mirada un tanto extraña y que hablaba poco, casi nada. En fin, seguramente estará bien en medio de su locura, porque estaba loco, sin duda. Hay que estar loco para rechazar una tarde de domingo frente al televisor viendo un partido de futbol.

Llega el fin de semana siguiente. El partido no es muy prometedor y nuestra esposa desea fervientemente acudir al centro comercial para comprar algunas prendas de vestir, pero ante todo para figurear un poco (ese mágico arte de aparecer frente a las vitrinas, desenando poseer lo que en ellas vemos pero como no podemos o no nos atrevemos, nos consolamos con que nuestros vecinos y amigos nos vean preguntando por los precios). Mucha gente en el centro comercial. La razón es simple: aquí tampoco hay que pensar, solo sentir. Es curioso pero el estadio y el centro comercial no son tan diferentes, ellos poseen similitudes que también están presentes en otros lugares como la mayoría de escuelas, universidades, iglesias, hospitales y cementerios del mundo entero.

Ah… Ahora caigo en la cuenta: cuando estamos en medio de estas multitudes, dado que no pensamos, solo sentimos, las cadenas desaparecen o creemos que desaparecen. No las sentimos. Es como cuando tenemos una pequeña herida en el dedo meñique de la mano izquierda que nos duele e incomoda, pero al equivocar la puntería y en lugar de golpear el clavo, golpeamos el dedo pulgar derecho, entonces el dolor del meñique desaparece como por arte de magia. La consciencia se centra en otro punto, el dedo pulgar. Ahora entiendo que no comprendo. Una gran cadena alrededor del cuello hace desparecer las cadenas de nuestras manos y pies. Con la soga al cuello y el otro extremo pendiente de una viga, no se piensa en el hambre que siente el estómago.

Después de interminables horas de visitar una y otra tienda, ella da por terminado el periplo. Solo ha comprado dos cosas. Regreso a casa. Allí nos espera la comodidad de lo conocido, de lo que no depara sorpresas, de la quietud y la inercia. Las cadenas de pies y manos vuelven a ser visibles y se sienten con más peso, pero al fin y al cabo, estamos en casa. Esa noche vuelve a nuestra mente el recuerdo de aquel loco que nos invitó a pasear aquel domingo. ¿Por qué la mente sigue incomodándonos con ese pensamiento?
Al día siguiente y durante el almuerzo alguien nos comenta que terminó de leer un excelente libro. “¡Vaya!, ¿Hay gente que todavía lee?”, nos preguntamos desconcertados. Además lo vemos muy emocionado, aunque casi siempre está solo pues no sabe de futbol y no le gusta. La gente prefiere a quien conoce de temas cotidianos.

Tiempo después nos damos cuenta que aquel conocido del paseo dominguero es amigo del lector de libros. No es coincidencia, ambos son “raritos”. Los afines se atraen, se juntan. “Dios los crea y ellos se juntan” decía mi abuela. Por eso mis colegas adoran la televisión, los realities y las telenovelas.

¿Qué habrá más allá de estos muros de esta casa? ¿De esta ciudad? ¿De este país? De niño solía hacerme estas preguntas y deseaba viajar muy lejos. ¡Deseaba ser bombero, o médico! Pero el trabajo, la casa, la familia, la sociedad y la televisión me hicieron olvidar esas locuras. Quizás el paseador dominguero y el lector de libros no tienen televisor y por eso hacen lo que hacen.

La vida sigue y los compromisos se vuelven cada vez más pesados, más difícil de cumplir mientras en algún lado, la vida verdadera sigue llamándonos. No prestamos atención a estos llamados porque estamos demasiado ocupados con los quehaceres cotidianos mientras los compromisos sociales llenan el poco espacio que nos deja el trabajo y los nuevos desarrollos tecnológicos consumen el tiempo y el dinero que nos resta. Es curioso notar la fuerza y trascendencia que sobre nosotros ejercen los dispositivos tecnológicos y los convencionalismos sociales, aquellos que con el tiempo y la aceptación acrítica se transforman en normas. Un análisis simple nos permitiría ver como a través del tiempo las normas sociales han sido básicamente las mismas, pero con diferentes nombres y métodos de aplicación y sanción. ¿Es que no hemos aprendido las lecciones necesarias? ¿Cuántas veces tendremos que repetir los mismos procesos antes de poder extraer la enseñanza que nos pretende transmitir la vida? El aprendizaje va a ser muy lento mientras sigamos encerrados en las cuatro paredes de nuestra comodidad. Es necesario, entonces, “abrir las ventanas”, porque si no lo hacemos, todo seguirá igual.

Para “abrir ventanas” o, incluso, crearlas, se requieren los elementos o herramientas adecuadas, pero ante todo, hace falta “el deseo ferviente” de ver la luz o respirar un nuevo aire. Una vez detectado ese deseo motivador, viene la voluntad creadora que nos hace tomar en nuestras propias manos las herramientas y empezar a golpear las paredes. Pero la intención solo puede provenir del interior nuestro. Solo cuando nuestro ser verdadero se da cuenta de todo cuanto se pierde por estar sentado, encerrado y encadenado en medio de cuatro paredes, pendiente del programa de televisión, atento a seguir las convenciones sociales y repetir las tradiciones, solo entonces podremos “hacer olas”.

Pero, ¿Qué cosas nos perdemos por estar en esa miserable posición? ¡No lo sé! Mi comprensión no llega a tanto.

Atendiendo a la sincronicidad y a la ley de causa – efecto, la resolución no tarde en aparecer. Un día cualquiera, quizás un domingo en que no había futbol o telenovelas, entramos en la cafetería de siempre a tomar el café de siempre. En un costado y sentados a la misma mesa de siempre están dos personajes usuales tomando un café. Pero hoy lucen diferentes, o quizás seamos nosotros los que tenemos la mirada más profunda. Al acercarnos un poco más para tratar de hallar las diferencias, notamos que no llevan cadenas y que nos hacen señales con sus ojos para que nos sentemos a su mesa. Con cierto temor y algo de recelo aceptamos su invitación. Si nos ven allí, ¿Qué podrían pensar nuestros amigos? En fin, después de algunas dudas, nos sentamos.

Han pasado tres horas desde que aceptamos la invitación, tres horas que parecen solo cinco minutos. Después de solo escucharlos, hemos aprendido más que en los últimos diez años. Hemos aprendido cosas reales, ciertas, bellas, justas y eternas. Ahora nos damos cuenta de dos cosas: 1: Tenemos demasiada basura de todos los tipos dentro de nuestro cerebro; 2: Estábamos equivocados.

Lo primero no es realmente un problema, pues tiene fácil solución. Lo segundo es más profundo pues nos resta los fundamentos esenciales sobre los cuales habíamos construido toda nuestra última vida.

Pretensiones, creencias, resoluciones, dictados de una supuesta consciencia, normas sociales, estructuras de pensamiento erróneas, elucubraciones sesgadas, juicios incorrectos y concepciones del universo apenas esclarecidas. Por supuesto y como seres racionales, nos preguntamos si acaso los equivocados no son ellos dos, pues la mayoría, la inmensa mayoría de la humanidad sigue estos comportamientos. En ese instante una callada vocecita resuena en nuestro interior diciendo: “Una mentira no se transforma en verdad por el hecho de ser creída y repetida mil veces”.

Una casa nos ha hecho perder de conocer edificios enteros; la dedicación exclusiva a otra persona nos ha impedido conocer los seis mil millones de seres humanos que pueblan esta tierra; el apego a nuestra ciudad nos alejó de las maravillas de distantes pueblos, tan lejanos como atractivos… Y ahora nos preguntamos ¿Qué habría sido de la medicina si los primeros médicos no hubieran roto las normas dogmáticas acerca de la prohibición de abrir cadáveres? Los convencionalismos y las normas sociales, así como los dogmas religiosos, los apegos insanos y las tradiciones solo conducen al estancamiento de la especie porque la destrucción y la construcción son dos caras de la misma moneda. Las cadenas siguen atándonos a las cosas, los sentimientos y los pensamientos que durante toda una vida hemos acrecentado.

La charla entre los dos amigos continúa y nosotros solo acertamos a escuchar. Es mejor no decir nada si no hay nada que decir. No es coincidencia ni es raro que estén hablando de una humanidad encerrada en una caverna, atada de pies y de manos y condenada a sobrevivir repitiendo los mismos esquemas de vida. Esto no es nada extraño. En esas casi cuatro horas nos hemos enterado, entre otras cosas, que existe un universo en pleno desarrollo; que los seres humanos no son la única especie que vive en este planeta, que hay especies en desarrollo por encima y por debajo del ser humano; que las preocupaciones por el futuro son absolutamente innecesarias; que las emociones, los deseos, las pasiones y los pensamientos pueden y deben ser controlados; que la realidad es meramente mental y que un mejoramiento sensible en un solo individuo mejora la especie. Nunca como ahora la existencia ha sido tan clara, simple y profunda. Otro café y de regreso a casa.

Han pasado algunas semanas, quizás años antes de que nuestro cerebro nos avisara de los cambios que se precipitaron en nuestra esencia mental a partir de aquella tarde de domingo en aquel café y con aquellos amigos. Sin saber cómo, cuándo y por qué, los cambios también se fueron evidenciando en nuestra vida cotidiana: las rutinas se cambiaron, los gustos se transformaron y los sentidos se aguzaron. Nos descubrimos más sensibles al sufrimiento ajeno, a las miserias del mundo y por vez primera empezamos a creer que existe algo más allá de lo que hasta ese momento considerábamos como la existencia. El sol brilla más que antes y parece que lo hiciera solo para nosotros, los pájaros cantan con mayor claridad y escuchamos sonidos nuevos. Estábamos sordos ante la vida. La vida se torna más fácil y el universo es ahora un conjunto de maravillas dispuestas para ser exploradas y comprendidas. Ya no sentimos cadenas en nuestro cuerpo, y al principio, eso nos aterra. La libertad tiene como pariente cercano a la soledad. En medio de tantas maravillas notamos que todos, incluso nuestra propia familia y nuestros más cercanos amigos, se han alejado, han tomado distancia y ahora nos consideran “algo separado”, aparte del resto de la multitud. Cuanto más adentro estemos de la humanidad, más separados nos verán de ella.

En este estado comprendemos los motivos de los grupos ecologistas, los vegetarianos y los que pugnan por un nuevo entendimiento humanitario. Comprendemos también que, aunque desconozcamos los motivos, las consecuencias aparecerán más temprano que tarde. Aceptamos que no estamos solos y que nuestra existencia es interdependiente con otros seres humanos, animales, vegetales y minerales, así como con las especies cuyo estado de desarrollo se encuentra por encima de la misma humanidad.

¡Hemos cambiado! No cabe duda. Nos descubrimos como seres intactos, nuevos y habidos de encarar nuestra propia evolución con las herramientas que el universo dispuso desde el comienzo de los tiempos. Reconocemos que pasado, presente y futuro son coexistentes y que el tiempo es solo una convención social, como lo son los horarios, los ropajes o los compromisos sociales. No nos preocupamos por la corrupción, la maldad y la miseria del mundo porque en el fondo sabemos que son solo estados pasajeros, que no tienen esencia real y que el efecto sobre nuestro propio ser depende directamente de nuestra voluntad para aceptarlos dentro de nosotros. Es claro que todos ellos están jugando el mismo juego dentro de una caverna sistematizada y totalmente controlada con un mando a distancia que no vemos. Sabemos que la televisión, los periódicos, las revistas y todos los desarrollos tecnológicos no son más que nuevos sonajeros que ponen en nuestras manos para entretenernos y así evitar que pensemos y tomemos la evolución de nuestra consciencia y nuestro ser en nuestras propias manos. La libertad se torna algo comprometedor, esperanzador y peligroso.

Ahora somos luz, ahora somos vida y esencia de este universo en constante expansión. Somos creadores y conscientes que “la vasija” se transformó en “la fuente”. Ahora en el costado de la cafetería, en la mesa de siempre, hay alguien más. Mañana deberá haber otro, y otro más el día después. Ese es nuestro real sino.

Joss P
Hangzhou (Zhejiang Province)
People’s Republic of China
 
fuente: aqui

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.