El ego siempre desea algo de los demás o de las situaciones.
Siempre tiene sus pretensiones ocultas, el sentido de no tener
suficiente, de una carencia que necesita satisfacerse. Utiliza a las
personas y a las situaciones para obtener lo que desea y ni siquiera
cuando lo logra siente satisfacción duradera. Muchas veces ve
frustrados sus propósitos y, casi siempre la brecha entre lo que desea y
lo que hay se convierte en una fuente constante de desasosiego y
angustia. La canción famosa que se convirtió en un clásico de la música
popular titulada I Can’t Get No Satisfaction (No consigo satisfacción alguna), es la canción del ego. La emoción subyacente que gobierna toda la actividad del ego es el miedo.
El miedo de ser nadie, el miedo de no existir, el miedo de la muerte.
Todas sus actividades están encaminadas a eliminar este miedo, pero lo
máximo que el ego puede lograr es ocultarlo temporalmente detrás de una
relación íntima, un nuevo bien material, o un premio. La ilusión nunca nos podrá satisfacer. Lo único que nos podrá liberar es la verdad de los que somos, si logramos alcanzarla.
¿Por qué el miedo? Porque el ego surge a través de la identificación con la forma y en el fondo sabe que ninguna forma es permanente, que todas las formas son efímeras. Por consiguiente, siempre hay una sensación de inseguridad alrededor del ego, aunque en la superficie éste parezca seguro de sí mismo.
Mientras caminaba con un amigo por una reserva natural muy hermosa
cerca de Malibú en California, tropezamos con las ruinas de la que fuera
una casa de campo, destruida por el fuego hace muchos años. Al
aproximarnos a la casa, sepultada debajo de los árboles y una vegetación
imponente, vimos un aviso al lado del camino, puesto por las
autoridades del parque. Decía: “Peligro. Todas las estructuras son inestables”. Le dije a mi amigo, “Ese es un sutra (escritura sagrada) profundo“. Permanecimos allí, extasiados.
Una vez que aceptamos y reconocemos que todas las estructuras (las
formas) son inestables, hasta las que parecen más sólidas, emerge la paz
en nuestro interior. Esto se debe a que al reconocer la transitoriedad
de todas las formas despierta en nosotros la dimensión de lo informe que
llevamos dentro y que está más allá de la muerte. Eso que jesús denominó “vida eterna”.
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