Existe una historia famosa acerca de un estudiante que se dirigió a
su maestro y le preguntó si podría enseñarle todos los preceptos
espirituales mientras estaba parado
sobre una pierna. El sabio accedió diciendo: “Ama a tu prójimo como a ti
mismo. El resto es comentario. Ahora ve y aprende”.
Sin
embargo, el amor no ocurre tan fácilmente, algunas veces ni siquiera
entre los amigos o familiares. Si los miembros de nuestra familia no
fuesen nuestros hermanos y hermanas, o nuestros padres, ¿aún los
amaríamos? Si la mayoría de la gente respondiese honestamente a esta
pregunta, dirían que no. No hay duda de ello: El amor puede ser un
trabajo difícil, especialmente amar a aquéllos que están más cerca de
nosotros.
Una vez alguien le comentó a mi padre, el Rav Berg,
que las personas son afortunadas si en el curso de sus vidas tienen al
menos 5 amigos verdaderos a quienes amen realmente. El Rav le respondió:
“Las personas son afortunadas incluso si tienen tan siquiera un amigo
de verdad”. El Rav explicó que la verdadera prueba para nuestra amistad
no se encuentra en cuánto amas a alguien cuando está en su mejor
momento, sino en cuánto lo amas cuando están en el peor. No es una
coincidencia que ésta también sea la verdadera prueba de la
espiritualidad.
Esto se debe a que la amistad ES espiritualidad.
Con cada paso que damos nos acercamos lentamente a sentir más amor
genuino, tolerancia y dignidad humana hacia otros y nos alineamos cada
vez más con el amor incondicional del Creador, el cual es la fuente de
toda plenitud y de las bendiciones que buscamos.
Aprender a
amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos es un trabajo para toda la
vida. Mientras más aprendemos a amar, más alegría invitamos a nuestra
vida.
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