En su teoría de la Conciencia Esparcida,
Riccardo Manzotti plantea que la conciencia es un proceso en constante
flujo entre el mundo y la percepción del mundo, surge de esta relación y
no del cerebro.
Aunque la ciencia establecida acepta que
la conciencia es un fenómeno que no ha logrado ser explicado cabalmente,
generalmte se asume que ésta es el producto de procesos neurales, y
como tal se fija en el cerebro. La filosofía oriental por otra parte
usualmente considera que la conciencia no puede ubicarse en un sitio,
sino que es aquello que soporta la existencia y está diseminada por el
universo: la conciencia está en la mente, pero la mente está en todas
partes.
Este añejo dilema, actualmente dominado
por la visión del racionalismo que separa al mundo de la mente (y el
espíritu del cuerpo), tiene un interesante avatar en la teoría de la
Conciencia Esparcida (Spread Consciousness) del científico y filósofo
italiano Riccardo Manzotti. Manzotti, quien antes se desempeñó en el
campo de la robótica, propone algo radical: “Las personas dicen que
un robot almacena imágenes del mundo a través de su cámara digital. No
lo hace, almacena datos digitales. No tiene imágenes”. Lo mismo ocurre con nosotros: “Nuestra experiencia visual del mundo es un continuum entre el que ve y lo que es visto en un proceso compartido de visión”.
Para ilustrar esto, Manzotti utiliza el
ejemplo de un arcoiris. Para que un arcoiris ocurra es necesaria la luz
del sol, gotas de lluvia y un espectador. Al menos de que alguien esté
presenciando, desde cierto ángulo, este arco de colores no puede
aparecer. Uno de los elementos de los que está compuesto el arcoiris es
la percepción: nuestros ojos, nuestro cerebro. No existe como algo
independiente en el mundo o cómo una imagen separada de lo que es
percibido: la conciencia está difundida entre la luz del sol, la lluvia,
el neurocórtex… y genera la unidad transitoria de la experiencia del
arcoiris. Es decir, el espectador no ve el mundo; es parte del
proceso-mundo. Literalmente somos parte del paisaje.
Se podría objetar que de todas maneras
tenemos conciencia cuando nos abstraemos del mundo, cerramos los ojos o
soñamos y que entonces el cerebro es suficientemente capaz de sostener
la conciencia sin el apoyo del mundo exterior. Pero Manzotti argumenta
que la conciencia sigue esparcida entre la mente y el mundo. Por una
parte existen percepciones inconscientes que luego surgen –así podemos
soñar con un lugar del cual no tenemos memoria consciente que vimos,
pero que es el resultado de una o un conjunto de percepciones que
tuvimos en algún momento. Es la continuación de un proceso que se inicio
quizás hace años (una ventana que apenas vimos con el rabillo del ojo
donde había un árbol).
Manzotti cree que todo lo que ocurre en
la mente tiene un origen en el mundo material y por lo tanto nada es del
todo inventado. No cree evidentemente que alguien pueda soñar con algo
con lo que no ha tenido algún tipo de contacto previamente. Tal vez aquí
podamos diferir, y bajo su propa teoría argumentar que es posible, por
ejemplo, soñar con símbolos que nunca hemos visto precisamente porque
están en el mundo, de alguna manera codificados o integrados a su
urdimbre y nos son transmitidos en la conciencia, que es por definición
colectiva y que compartimos con las cosas. Por ejemplo las visiones
arquetípicas que otorgan ciertas plantas pudieran estar presentes en un
campo de información compartida que se entrelaza con nuestra red neural.
El novelista Tim Parks, quien entrevistó a
Manzotti para la revista New Yorker, le sugirió que su teoría es
similar a lo que sostiene el budismo (posiblemente a lo que se conoce
como Pratītyasamutpāda, un término que hace referencia a que todos los
fenómenos emergen conjuntamente en una red interdependiente de causa y
efecto) y que la conciencia es la fusión de procesos mentales con los
procesos que llamamos objetos en un estado de flujo constante (algo que
también recuerda a la obra de Alfred North Whitehead). Manzotti es
reacio a estos comparativos, pero la semejanza es notable.
Separar la mente del mundo, al hombre de
los procesos de la naturaleza, es una cómoda ilusión, en cierta forma un
mecanismo de defensa:
Al localizar la conciencia exclusivamente
dentro del cerebro podemos imaginar que el sujeto, yo, en un nivel muy
profundo, no está sujeto a la misma ley de cambio constante que
evidentemente gobierna los fenómenos a nuestro alrededor. El sujeto
asimila y descarta atributos, pero en esencia permanece él mismo. Esto
permite la noción de que uno es responsable, incluso de acciones
llevadas a cabo años atrás, y por lo tanto genera un universo moral
particular; también crea la reconfortante ilusión de que tal vez el ser
podría sobrevivir separado del mundo. Detrás de esto yace el deseo de
negar los cambios en nosotros, quizás de sobrevivir la muerte. De
cualquier forma, ser una entidad afuera del mundo.
Es fascinante y a la vez terrorífico
pensar que no somos responsables de nuestros actos porque no estamos
separados del mundo y estamos siendo constantemente influenciados por
todo lo que ocurre. Algo que, si lo llevamos a última consecuencia,
visto de otra manera, significa que en realidad somos responsables de
todos los actos que jamás se han realizado ya que más que individuos
somos el mundo, el proceso –aunque (aún) no tengamos la conciencia de
todas las conciencias en una. Mientras rige el caos, la entropía, el
conglomerado de flujos interpenetrados que se suman para generar todo lo
particular desde lo universal. Tal vez la métafora muchas veces
utilizada del río para describir el pensamiento y la conciencia esté
directamente inspirada de ese flujo que es el mundo: el Tao, sin
nombrarse, se dice a sí mismo moviendo.
Manzotti no habla de esto, pero me hace pensar en aquella ampliación del adagio hermético “como arriba, es abajo” que dice “como adentro, es afuera”.
En realidad porque afuera no existe. Consideramos la piel y el cerebro
como una barrera que moldea nuestra unidad independiente, sin embargo
las fuerzas físicas no conocen esa barrera: el electromagnetismo o la
gravedad lo mismo afectan nuestra epidermis que nuestros órganos y
células. Mcluhan dijo alguna vez que en “la era eléctrica usamos a la humanidad entera como nuestra piel”,
pero podríamos decir que todo el mundo es nuestra piel, nuestros ojos
son el sol y nuestros brazos son el aire. La con-ciencia está en el ser
con, en el contacto, en la conexión, es una constelación ubicua de
estrellas neurales.
Fuente: Nwe Yorker, pijamasurf.com
fuente: aqui
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