martes, 20 de enero de 2015

EMOCIONES Y ENFERMEDAD



La inteligencia emocional está en la base de muchos procesos físicos. Podemos decir que existe un vínculo fisiológico directo entre las emociones y el sistema inmunológico que pone de manifiesto la relevancia clínica de las emociones.

 Los fisiólogos, los médicos y hasta los biólogos consideraban que el cerebro y el sistema inmunológico eran entidades independientes e incapaces de influirse mutuamente. Determinados experimentos han cambiado nuestro criterio sobre las relaciones existentes entre el sistema inmunológico y el sistema nervioso central. Con esto se da origen a una nueva ciencia, la psiconeuroinmunología, la vanguardia de la medicina hoy en día. El mismo nombre de esta ciencia da cuenta del vínculo existente entre la mente (psico), el sistema neuroendocrino que subsume el sistema nervioso y el sistema hormonal (neuro), y el término inmunología que se refiere al sistema inmunológico.

Existen, sin duda, emociones tóxicas, emociones negativas que debilitan la eficacia de distintos tipos de células inmunológicas. Cada vez son más los médicos que reconocen la incidencia de las emociones en el desarrollo de la enfermedad. Un ejemplo, el pánico y la ansiedad aumentan la tensión arterial. Con ello las venas dilatadas por la presión sanguínea sangran más profusamente y ésta es una de las principales complicaciones a las que se enfrenta cualquier intervención quirúrgica. Estos datos son anecdóticos, pero demuestran lo nocivas que pueden resultar para la salud las emociones perturbadoras. Por el contrario, los sentimientos positivos albergan beneficios clínicos . A pesar de conocerse este dato, según Daniel Goleman en su libro "Inteligencia emocional", la inmensa mayoría de los médicos siguen mostrándose reacios a aceptar la relevancia clínica de las emociones. Si se presta atención a emociones concretas como la ira y la ansiedad no cabe duda de su relevancia clínica, aunque los mecanismos biológicos concretos mediante los cuales actúan todavía no hayan sido desentrañados.

Para mostrar que las emociones negativas son un factor de riesgo para el desarrollo de la enfermedad podemos simplemente hablar del estrés. Las personas que siempre tienen prisa, por ejemplo, padecen una elevación de la tensión sanguínea que constituye un grave factor de riesgo para las enfermedades cardíacas.
 O podemos hablar de las enfermedades infecciosas como la gripe, el resfriado y el herpes. Nuestro sistema inmunológico suele mantenerlos a raya, excepto en aquellos momentos en los que el estrés emocional disminuye nuestras defensas. La vulnerabilidad a estos virus de las personas preocupadas y alteradas es mucho mayor. La importancia médica del estrés es tal que las técnicas de relajación orientadas a reducir la excitación fisiológica negativa se están utilizando clínicamente, según Goleman, para aliviar los síntomas de numerosas enfermedades crónicas entre las que se incluyen, entre otras, las enfermedades cardiovasculares, ciertos tipos de diabetes, la artritis, el asma, los desórdenes gastrointestinales y el dolor crónico.

Si las diversas formas de angustia emocional crónica pueden llegar a ser nocivas, la gama opuesta de emociones puede ser tonificante. No se dice con ello que las emociones positivas sean curativas e inviertan el curso de una dolencia, pero sí pueden desempeñar un importante papel en el conjunto de variables que afectan al curso de una enfermedad . Podemos concluir diciendo que el pesimismo tiene su precio mientras que el optimismo supone considerables ventajas. Asimismo, la esperanza constituye un factor curativo que nos permite superar los retos que nos presenta la vida.

La euforia es un estado de excitación psíquica positiva que protege a la persona de los trastornos psicosomáticos.



La alegría es un sentimiento de placer que contrarresta estados emocionales perjudiciales y evita en muchos casos que el ser humano canalice síntomas negativos.

Las enfermedades psicosomáticas aparecen por emociones como la ansiedad, la ira o la angustia. “Las emociones positivas nos generan sensación de alegría y de refuerzo, nos hacen fuertes. Las negativas nos debilitan”, explica Josep Maria Farré, jefe del servicio de psiquiatría, psicología y medicina psicosomática de USP Institut Universitari Dexeus. Existe una somática positiva, con una respuesta orgánica que mejora nuestra salud general, explica Farré. Enamorarse, sentirse motivado por un trabajo o disfrutar de una buena comida estimulan la misma zona del cerebro, el circuito placer-recompensa. Hacen que liberemos un neurotransmisor, la dopamina, que genera esa sensación positiva que se traduce en un bienestar general. También ocurre cuando somos amables, aunque la situación que vivimos sea en principio negativa y estresante. Ante la adversidad, con una actitud positiva también se obtiene una respuesta social positiva, precisa Farré.

Pero cuando lo que ocurre en el entorno provoca emociones negativas, la activación de nuestro cerebro cambia. Se liberan otro tipo de neurotransmisores, como la noradrenalina o la serotonina. El cerebro los necesita para muchas de sus funciones, pero en su cantidad adecuada. Cuando se liberan en exceso, pueden acabar alterando el equilibrio de nuestro cuerpo y provocar respuestas negativas. “Si no se resuelve la situación de emergencia o la forma de afrontarla, la dolencia se cronifica”, explica Farré.

La forma en que se viven las situaciones y las emociones que las desencadenan depende, en buena parte, de la personalidad de cada uno. Por eso, pasar por un mal momento o que el entorno no acompañe no es suficiente para que todo el proceso de somatización se desencadene. Las personas extremadamente competitivas, con poca empatía, los hipocondríacos o quienes no exteriorizan sus sentimientos tienen más posibilidades de acabar dando salida a su malestar a través de alguna dolencia. “La persona que sabe expresar sus sentimientos tiene mucho ganado. Saber reconocer el origen de esa emoción es clave para la salud”, afirma Álvarez. “El 10% de los somatizadores niegan que el origen de su dolencia sea psicológico, y eso es un problema”, observa Farré.

También influye la genética. Quienes tienen el corazón más débil pueden acabar padeciendo un infarto. Lo mismo ocurre con el sistema digestivo, o con el dolor de espalda. Sin olvidar las disfunciones sexuales. Aún no se sabe bien hasta qué punto el órgano a través del que se somatiza depende de la genética o de otros factores. Algunos estudios apuntan, por ejemplo, a una conexión entre el desequilibrio en la producción de neurotransmisores y el sistema inmune. Otros indican una estrecha ligazón entre la piel y el cerebro, incluso desde el vientre materno, según explica Farré. En sus orígenes, el embrión está formado por tres capas: endodermo, mesodermo y ectodermo. De esta última se originan la piel y el sistema nervioso. Algunas teorías atribuyen a esta relación que lo que ocurra en el cerebro pueda acabar manifestándose en la piel, dice Farré.

La crisis

La vida de numerosas personas ha sufrido cambios importantes e indeseados debido a la crisis. Mucha gente no ha tenido más remedio que asumir una nueva vida. De hecho, en los últimos dos años, las enfermedades psicosomáticas han aumentado entre un 30% y un 40%, según estima Álvarez. “Son personas que tienen que adaptarse a una nueva situación: a las que se ha despedido del trabajo, o que trabajan bajo presión para no ser el siguiente en las reducciones de plantilla, o que tienen que dar más horas para suplir la falta de otros”, explica el especialista.

Las personas que toleran mal los cambios sufren más el estrés y la frustración, y por tanto pueden acabar traduciéndolos con mayor facilidad en problemas de salud. Como un pez que se muerde la cola, la personalidad de cada uno hace que el modo de afrontar una nueva situación difiera. Las enfermedades psicosomáticas se forjan dentro de un cuadrilátero, formado por “el sistema nervioso, el sistema hormonal, el sistema inmunológico y la personalidad del propio individuo”, explica Antoni Bulbena, jefe del servicio de psiquiatría del hospital del Mar de Barcelona y vicepresidente de la Asociación Europea de Psiquiatría de Enlace y Psicosomática.

Hay estudios comparativos que demuestran que personas que han padecido un infarto y que físicamente se recuperan de forma excelente vuelven a padecer otro si su personalidad no propicia una respuesta adaptativa ante la nueva situación. En definitiva, los especialistas creen que el binomio cuerpo-mente debería aplicarse a toda patología, ya que la somatización también puede hacer que el curso de algunos pacientes ya enfermos empeore.

La dificultad para adaptarse a lo nuevo explicaría por qué a algunas personas el inicio de las esperadas vacaciones no les sienta bien. Son un cambio de ritmo que modifica nuestros referentes de orientación. “Nuestra vida artificial y agendada cambia, no a todo el mundo le sienta bien el desconectar. Hay quien se queda desprogramado y su cuerpo responde quedándose entonces demasiado desconectado”, explica Bulbena.



¿Cómo lo somatiza? “Con agotamiento, fatiga y falta de motivación. Hay quien se queda en hibernación, pasando dos días en la cama”, añade. ¿La solución? “Esta desconexión del medio laboral debería cambiarse por una conexión con uno mismo. Estamos muy programados para responder a un entorno concreto, pero no para conectar contigo mismo”, afirma Bulbena.

Aunque no existen estudios concluyentes, algunos especialistas apuntan a que la percepción popular de que al empezar las vacaciones se enferma más podría ser cierta. Los cambios de ritmo también afectan al sistema inmune. Por ejemplo, se sabe que las personas que en su trabajo cambian de turno tienen una mayor tendencia a padecer enfermedades del sistema inmune, apunta Bulbena. No solo se altera su reloj biológico, sino que el estrés que genera contribuye al desequilibrio de las defensas.

Álvarez augura que, desde el punto de vista de la medicina psicosomática, la crisis también puede hacer que las “no vacaciones” de muchas personas acaben en somatizaciones. Se refiere a ellas como “las vacaciones de la frustración”. La ira que provoca el tener que quedarse en casa cuando no se necesita descanso es el caldo de cultivo para las enfermedades psicosomáticas.

A ello hay que sumar el malestar acumulado por la precariedad laboral. Las personas que pierden su trabajo pueden manifestar somatizaciones. Pero tener la espada de Damocles sobre la cabeza también. Algunos estudios indican que quienes se preocupan demasiado por la posibilidad de perder su puesto de trabajo tienen un peor estado de salud y más síntomas de depresión que los que están en paro.

Las más frecuentes

La enfermedad psicosomática más típica y abundante es el colon irritable, afirma Bulbena. Otras enfermedades somáticas son la hipertensión y las enfermedades cardiovasculares, sobre todo el infarto y el asma.

Del mismo modo, la mayoría de enfermos empeoran cuando sus emociones son negativas. En la fibromialgia, el estado de ánimo resulta fundamental. Las personas con VIH deprimidas y ansiosas tienen un peor pronóstico. “Somos una máquina que interacciona. Si a un enfermo que padece alguna enfermedad como un cáncer lo tratas con antidepresivos, vive más tiempo. La propia depresión tiene efectos inflamatorios, una depresión mal tratada desemboca en otros problemas fisiológicos”, observa Bulbena. Los especialistas coinciden en que la medicina psicosomática, pese a ser minoritaria, debería tenerse más en cuenta en la práctica médica.

Artículo de “El País”Mónica L. Ferrado -

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