Asociamos la compra en el supermercado a modernidad, autonomía, libre
elección, pero hay pocos lugares en el mundo, que formen parte de
nuestra vida cotidiana, tan controlados y monitoreados como dichos
establecimientos. Tras nuestra adquisición, aunque no lo parezca, hay
mucho en juego. De aquí que en un supermercado nada queda al azar. Todo
está pensado para que compremos, y cuanto más mejor.
Un laboratorio llamado ‘súper’
Llegamos al ‘súper’ y unos carteles, en general de colores claros,
nos dan la bienvenida animándonos a entrar, a menudo acompañados de
ofertas reclamo que anuncian precios muy baratos. Cogemos el carrito de
la compra, tan grande que mucho hay que llenarlo para que no parezca
vacío, y empezamos la búsqueda de lo que necesitamos por innumerables
pasillos con estanterías rebosantes de productos. El carro por más que
lo lleves recto siempre gira de cara al estante y allí ves, como quien
no quiere la cosa, un nuevo artículo que no esperabas y lo sumas al
pedido.
Necesitas leche y yogures y toca atravesar todo el centro comercial
para conseguirlos. ¿Por qué pondrán siempre lo que más te hace falta al
final del establecimiento? De camino, un hilo de música con ritmo suena
de fondo, ni lo escuchas pero allí está animándote a comprar. Miras
precios y no entiendes porqué nunca los importes son redondos, siempre
acaban con decimales, haciendo muy difícil la comparación entre unos y
otros. Suerte que te fijas en todos aquellos que acaban en 9, y así
ahorras un poco. Aunque, tal vez, tampoco haya tanta diferencia entre
pagar un céntimo más o menos. Eso sí, el producto parece más barato.
Toca pararse, dos carritos con gente comprando en medio. Y me
pregunto, ¿por qué harán los pasillos tan estrechos? En fin. Aprovecho
para mirar a un estante y a otro y allí está esa bolsa de patatas fritas
que no me conviene mirándome de frente. Va, no vendrá de aquí… ¡al
carro! Avanzo ahora buscando el paquete de arroz que necesito pero ya lo
han cambiado otra vez de lugar. No entiendo por qué cada x tiempo
mueven los productos de sitio. Cuando ya me sé la ruta de memoria, me
toca, de nuevo, dar mil vueltas antes de encontrar lo que necesito. Eso
sí, al reaprender el camino descubro nuevos productos con los que antes
ni me había fijado.
Sólo me queda coger el detergente. En la droguería y a la altura de
los ojos veo esa marca que dicen por la tele deja la ropa tan limpia.
Tomo el envase y, por casualidad, miro el precio… ¡qué caro! Devuelvo la
unidad. Observo arriba y abajo en la estantería y allí encuentro otra
marca menos conocida pero más económica. Me agacho y la agarro. ¿Por qué
la pondrán en un lugar más difícil de coger? Llega el momento de pasar
por caja. En la cola y aburrida por la espera veo esos chocolates,
caramelos, golosinas… y a solo un palmo. Imposible decir “no”. Venga, un
día es un día, a la cesta.
Analizando mi “recorrido”, me planteo ¿cuántas cosas he comprado que
no necesitaba? ¿He adquirido los productos que me interesaban? Se
calcula que entre un 25% y un 55% de nuestra compra es compulsiva, fruto
de estímulos externos. Lo metemos en el carro aunque no nos haga falta.
Y al pasar ante una estantería, un 20% compramos antes la marca que se
encuentra a la altura de los ojos que otra cualquiera, sólo por
comodidad, aunque esas otras sean más baratas. Sin ser conscientes,
somos conejillos de indias en un gran laboratorio llamado ‘súper’.
Sonríe, te graban
Nuestros movimientos en un supermercado nunca pasan desapercibidos,
una cámara u otra, colocada aquí o allá, lo registra. Pero, ¿qué se hace
con esas imágenes? ¿Sabemos cuándo nos están grabando? ¿Podemos acceder
a esas filmaciones? El profesor Andrew Clement de la Universidad de
Toronto y fundador del Instituto de Identidad, Privacidad y Seguridad
señala nuestra indefensión ante estas prácticas. Según un estudio llevado a cabo por su equipo
en Canadá, ninguna de las cámaras colocadas en los mayores centros
comerciales canadienses cumplía los requisitos de señalización a los que
obligaba la Ley. Aquí, en Europa, la polémica, también, está servida.
No tenemos ni idea de qué ni cómo ni cuándo graban ni qué hacen con las
imágenes.
La cadena de supermercados Lidl protagonizó uno de los mayores
escándalos cuando, en marzo del 2008, se descubrió que espiaba
sistemáticamente a sus trabajadores en varios establecimientos de
Alemania mediante mini-cámaras colocadas en lugares estratégicos. Cada
lunes, según destapó el semanario alemán Stern, un equipo de detectives
instalaba entre cinco y diez cámaras a petición de su dirección con el
pretexto de evitar robos. Sin embargo, dichas cámaras servían para
controlar a los trabajadores, grabar sus conversaciones y elaborar
detallados perfiles personales. No se trata de un caso aislado. Su
competidora Aldi fue acusada, en marzo del 2013, de espiar a sus
empleados en varios supermercados de Alemania y Suiza mediante cámaras
ocultas, según filtró la revista alemana Spiegel.
Aquí, la Agencia Española de Protección de Datos abrió un proceso
sancionador a Alcampo por espiar a sus trabajadores. A finales del 2007,
Alcampo instaló en secreto en un hipermercado de Ferrol tres cámaras
ocultas en espacios reservados al personal. Semanas después, utilizó el
contenido de dichas cintas para despedir a un empleado y sancionar a
otros once.
Los consumidores somos, también, objeto de voyeurismo. Lo último, lo
estrenó la cadena de supermercados Tesco, a finales del 2013, en Gran
Bretaña. La empresa instaló en 450 gasolineras pequeñas cámaras con el
objetivo de escanear el rostro de sus clientes en la cola del
establecimiento a fin de detectar su edad y sexo y ofrecerles la
publicidad más acorde a sus perfiles. La película de ciencia ficción
‘Minority Report’ de Steven Spielberg hecha realidad, aunque los
anuncios personalizados a partir de la lectura de la retina, como salía
en el film, parece no tendrán que esperar al 2054.
Nuestra vida en una tarjeta
“¿Tiene tarjeta cliente?”, ya es un ritual que nos lo pregunten al
pasar por caja. Y si no la tienes, nos ofrecen un mar de ventajas,
descuentos y recompensas tras la misma. De este modo, corremos a
rellenar el formulario, apuntando todos nuestros datos, sin apenas leer
lo que firmamos, para poder acceder cuanto antes a tan fantásticas
promociones. Sin embargo, ¿qué sucede con la información que damos?
¿Quién la usa? ¿Para qué fines? Esto es algo que no nos cuentan al
registrarnos.
Los supermercados son los reyes de las tarjetas de fidelización. Nos
ofrecen regalos, descuentos, puntos… si una vez y otra y otra y otra
pasamos por su caja. Más allá de contar con nuestra fidelidad, las
empresas de la gran distribución buscan, mediante estas tarjetas
cliente, conocerlo todo o casi todo de nuestra vida privada: quiénes
somos, qué edad tenemos, estado civil, preferencias, hobbies. Al margen
de lo que dice la ficha que rellenamos, las compras periódicas que
realizamos quedan, a partir de entonces, registradas para siempre en
nuestro archivo: si nos gusta o no el chocolate, si preferimos la carne
al pescado, qué café, pastas, bebidas, conservas, verduras… tomamos. Lo
saben todo.
Las compañías almacenan estos datos y los utilizan vía marketing para
mejorar sus ventas. Así, conocen quién consume qué y cuándo, pudiendo
realizar exhaustivos perfiles de sus compradores. A partir de ese
momento, nos ofrecen todo aquello que “necesitamos” y lo compramos
encantados. Nuestra vida privada en manos de las empresas se convierte
en una nueva fuente de negocio. Nosotros, ni nos enteramos.
El rastro de lo que compramos
Dicen que comprar en el supermercado del futuro será más práctico,
cómodo, ágil, rápido y no tendremos que hacer colas ni pasar por caja.
Todo, gracias, entre otros, a la tecnología de identificación por
radiofrecuencia o etiquetas RFID. Unas etiquetas que contienen un
microchip y que registran información detallada sobre la “vida” del
producto en el que se encuentran. Son como un número de serie único que
almacena y emite, a través de una antena, datos específicos sobre ese
artículo.
Así, en un futuro no tan lejano, parece, podremos entrar en un
supermercado, coger un carrito de la compra “inteligente”, cargarle en
su base de datos la lista de la compra, dejar que nos guie al encuentro
de dichos productos, darnos información sobre los mismos e ir calculando
el total que llevamos gastado. Y al salir, no será necesario pasar por
caja, al llevar cada producto una de estas etiquetas incorporadas, una
antena receptora los identificará y el total nos será cargado
directamente en nuestra cuenta… y sin hacer colas.
¿Qué más podemos
pedir?
El problema reside, como han señalado grupos de consumidores en Estados Unidos, como CASPIAN (Consumidores contra la Invasión de la Privacidad de los Supermercados) y EPIC
(Centro de Información sobre Privacidad Electrónica), en el control que
estos sistemas ejercen sobre las personas. Nadie evita, por ejemplo,
que dichas etiquetas puedan continuar acumulando información una vez
fuera del supermercado, siguiendo cada uno de los pasos de los productos
y de nosotros como consumidores.
Hoy, encontramos estas etiquetas RFID en algunos productos de los
supermercados, las cuales conviven con los tradicionales códigos de
barras. Su coste, sin embargo, limita de momento y en parte una mayor
generalización. Aunque, según el Instituto Nacional de Tecnologías de la Comunicación y la Agencia Española de Protección de Datos
cada vez es más frecuente encontrarlas en el etiquetado de prendas de
ropa y calzado así como en sistemas para la identificación de mascotas,
tarjetas de transporte, pago automático en peajes, pasaportes, entre
otros, poniendo en riesgo nuestra privacidad.
Nos quieren hacer creer que los centros comerciales son sinónimo de
libertad. Ahora, Caprabo apela, en su publicidad, al “librecomprador”
que llevamos dentro. “Te lo damos todo para que seas libre de escoger
lo que más te gusta”, dice. Sin embargo, la libertad de escoger no está
en el supermercado sino fuera de él.
fuente: aqui
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