miércoles, 15 de julio de 2015

Gran Hermano en el supermercado - Esther Vivas

Asociamos la compra en el supermercado a modernidad, autonomía, libre elección, pero hay pocos lugares en el mundo, que formen parte de nuestra vida cotidiana, tan controlados y monitoreados como dichos establecimientos. Tras nuestra adquisición, aunque no lo parezca, hay mucho en juego. De aquí que en un supermercado nada queda al azar. Todo está pensado para que compremos, y cuanto más mejor.

Un laboratorio llamado ‘súper’
Llegamos al ‘súper’ y unos carteles, en general de colores claros, nos dan la bienvenida animándonos a entrar, a menudo acompañados de ofertas reclamo que anuncian precios muy baratos. Cogemos el carrito de la compra, tan grande que mucho hay que llenarlo para que no parezca vacío, y empezamos la búsqueda de lo que necesitamos por innumerables pasillos con estanterías rebosantes de productos. El carro por más que lo lleves recto siempre gira de cara al estante y allí ves, como quien no quiere la cosa, un nuevo artículo que no esperabas y lo sumas al pedido.
Necesitas leche y yogures y toca atravesar todo el centro comercial para conseguirlos. ¿Por qué pondrán siempre lo que más te hace falta al final del establecimiento? De camino, un hilo de música con ritmo suena de fondo, ni lo escuchas pero allí está animándote a comprar. Miras precios y no entiendes porqué nunca los importes son redondos, siempre acaban con decimales, haciendo muy difícil la comparación entre unos y otros. Suerte que te fijas en todos aquellos que acaban en 9, y así ahorras un poco. Aunque, tal vez, tampoco haya tanta diferencia entre pagar un céntimo más o menos. Eso sí, el producto parece más barato.
Toca pararse, dos carritos con gente comprando en medio. Y me pregunto, ¿por qué harán los pasillos tan estrechos? En fin. Aprovecho para mirar a un estante y a otro y allí está esa bolsa de patatas fritas que no me conviene mirándome de frente. Va, no vendrá de aquí… ¡al carro! Avanzo ahora buscando el paquete de arroz que necesito pero ya lo han cambiado otra vez de lugar. No entiendo por qué cada x tiempo mueven los productos de sitio. Cuando ya me sé la ruta de memoria, me toca, de nuevo, dar mil vueltas antes de encontrar lo que necesito. Eso sí, al reaprender el camino descubro nuevos productos con los que antes ni me había fijado.

Sólo me queda coger el detergente. En la droguería y a la altura de los ojos veo esa marca que dicen por la tele deja la ropa tan limpia. Tomo el envase y, por casualidad, miro el precio… ¡qué caro! Devuelvo la unidad. Observo arriba y abajo en la estantería y allí encuentro otra marca menos conocida pero más económica. Me agacho y la agarro. ¿Por qué la pondrán en un lugar más difícil de coger? Llega el momento de pasar por caja. En la cola y aburrida por la espera veo esos chocolates, caramelos, golosinas… y a solo un palmo. Imposible decir “no”. Venga, un día es un día, a la cesta.
Analizando mi “recorrido”, me planteo ¿cuántas cosas he comprado que no necesitaba? ¿He adquirido los productos que me interesaban? Se calcula que entre un 25% y un 55% de nuestra compra es compulsiva, fruto de estímulos externos. Lo metemos en el carro aunque no nos haga falta. Y al pasar ante una estantería, un 20% compramos antes la marca que se encuentra a la altura de los ojos que otra cualquiera, sólo por comodidad, aunque esas otras sean más baratas. Sin ser conscientes, somos conejillos de indias en un gran laboratorio llamado ‘súper’.

Sonríe, te graban
Nuestros movimientos en un supermercado nunca pasan desapercibidos, una cámara u otra, colocada aquí o allá, lo registra. Pero, ¿qué se hace con esas imágenes? ¿Sabemos cuándo nos están grabando? ¿Podemos acceder a esas filmaciones? El profesor Andrew Clement de la Universidad de Toronto y fundador del Instituto de Identidad, Privacidad y Seguridad señala nuestra indefensión ante estas prácticas. Según un estudio llevado a cabo por su equipo en Canadá, ninguna de las cámaras colocadas en los mayores centros comerciales canadienses cumplía los requisitos de señalización a los que obligaba la Ley. Aquí, en Europa, la polémica, también, está servida. No tenemos ni idea de qué ni cómo ni cuándo graban ni qué hacen con las imágenes.

La cadena de supermercados Lidl protagonizó uno de los mayores escándalos cuando, en marzo del 2008, se descubrió que espiaba sistemáticamente a sus trabajadores en varios establecimientos de Alemania mediante mini-cámaras colocadas en lugares estratégicos. Cada lunes, según destapó el semanario alemán Stern, un equipo de detectives instalaba entre cinco y diez cámaras a petición de su dirección con el pretexto de evitar robos. Sin embargo, dichas cámaras servían para controlar a los trabajadores, grabar sus conversaciones y elaborar detallados perfiles personales. No se trata de un caso aislado. Su competidora Aldi fue acusada, en marzo del 2013, de espiar a sus empleados en varios supermercados de Alemania y Suiza mediante cámaras ocultas, según filtró la revista alemana Spiegel.
Aquí, la Agencia Española de Protección de Datos abrió un proceso sancionador a Alcampo por espiar a sus trabajadores. A finales del 2007, Alcampo instaló en secreto en un hipermercado de Ferrol tres cámaras ocultas en espacios reservados al personal. Semanas después, utilizó el contenido de dichas cintas para  despedir a un empleado y sancionar a otros once.
Los consumidores somos, también, objeto de voyeurismo. Lo último, lo estrenó la cadena de supermercados Tesco, a finales del 2013, en Gran Bretaña. La empresa instaló en 450 gasolineras pequeñas cámaras con el objetivo de escanear el rostro de sus clientes en la cola del establecimiento a fin de detectar su edad y sexo y ofrecerles la publicidad más acorde a sus perfiles. La película de ciencia ficción ‘Minority Report’ de Steven Spielberg hecha realidad, aunque los anuncios personalizados a partir de la lectura de la retina, como salía en el film, parece no tendrán que esperar al 2054.

Nuestra vida en una tarjeta
“¿Tiene tarjeta cliente?”, ya es un ritual que nos lo pregunten al pasar por caja. Y si no la tienes, nos ofrecen un mar de ventajas, descuentos y recompensas tras la misma. De este modo, corremos a rellenar el formulario, apuntando todos nuestros datos, sin apenas leer lo que firmamos, para poder acceder cuanto antes a tan fantásticas promociones. Sin embargo, ¿qué sucede con la información que damos? ¿Quién la usa? ¿Para qué fines? Esto es algo que no nos cuentan al registrarnos.
Los supermercados son los reyes de las tarjetas de fidelización. Nos ofrecen regalos, descuentos, puntos… si una vez y otra y otra y otra pasamos por su caja. Más allá de contar con nuestra fidelidad, las empresas de la gran distribución buscan, mediante estas tarjetas cliente, conocerlo todo o casi todo de nuestra vida privada: quiénes somos, qué edad tenemos, estado civil, preferencias, hobbies. Al margen de lo que dice la ficha que rellenamos, las compras periódicas que realizamos quedan, a partir de entonces, registradas para siempre en nuestro archivo: si nos gusta o no el chocolate, si preferimos la carne al pescado, qué café, pastas, bebidas, conservas, verduras… tomamos. Lo saben todo.
Las compañías almacenan estos datos y los utilizan vía marketing para mejorar sus ventas. Así, conocen quién consume qué y cuándo, pudiendo realizar exhaustivos perfiles de sus compradores. A partir de ese momento, nos ofrecen todo aquello que “necesitamos” y lo compramos encantados. Nuestra vida privada en manos de las empresas se convierte en una nueva fuente de negocio. Nosotros, ni nos enteramos.

El rastro de lo que compramos
Dicen que comprar en el supermercado del futuro será más práctico, cómodo, ágil, rápido y no tendremos que hacer colas ni pasar por caja. Todo, gracias, entre otros, a la tecnología de identificación por radiofrecuencia o etiquetas RFID. Unas etiquetas que contienen un microchip y que registran información detallada sobre la “vida” del producto en el que se encuentran. Son como un número de serie único que almacena y emite, a través de una antena, datos específicos sobre ese artículo.
Así, en un futuro no tan lejano, parece, podremos entrar en un supermercado, coger un carrito de la compra “inteligente”, cargarle en su base de datos la lista de la compra, dejar que nos guie al encuentro de dichos productos, darnos información sobre los mismos e ir calculando el total que llevamos gastado. Y al salir, no será necesario pasar por caja, al llevar cada producto una de estas etiquetas incorporadas, una antena receptora los identificará y el total nos será cargado directamente en nuestra cuenta… y sin hacer colas.

¿Qué más podemos pedir?
El problema reside, como han señalado grupos de consumidores en Estados Unidos, como CASPIAN (Consumidores contra la Invasión de la Privacidad de los Supermercados) y EPIC (Centro de Información sobre Privacidad Electrónica), en el control que estos sistemas ejercen sobre las personas. Nadie evita, por ejemplo, que dichas etiquetas puedan continuar acumulando información una vez fuera del supermercado, siguiendo cada uno de los pasos de los productos y de nosotros como consumidores.
Hoy, encontramos estas etiquetas RFID en algunos productos de los supermercados, las cuales conviven con los tradicionales códigos de barras. Su coste, sin embargo, limita de momento y en parte una mayor generalización. Aunque, según el Instituto Nacional de Tecnologías de la Comunicación y la Agencia Española de Protección de Datos cada vez es más frecuente encontrarlas en el etiquetado de prendas de ropa y calzado así como en sistemas para la identificación de mascotas, tarjetas de transporte, pago automático en peajes, pasaportes, entre otros, poniendo en riesgo nuestra privacidad.
Nos quieren hacer creer que los centros comerciales son sinónimo de libertad. Ahora, Caprabo apela, en su publicidad, al “librecomprador” que llevamos dentro. “Te lo damos todo  para que seas libre  de escoger lo que  más te gusta”, dice. Sin embargo, la libertad de escoger no está en el supermercado sino fuera de él.

fuente: aqui

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