El divulgador británico denuncia en su último libro Mala farma las conductas irregulares de las farmacéuticas. La ocultación de los resultados negativos cuesta cada año muchas vidas.
“Si
yo lanzo una moneda y la mitad de las veces no le muestro los
resultados, puedo persuadirle de que tengo una moneda de dos caras. Si
lo hago, estoy siendo deshonesto y usted es una idiota por permitirme
hacerlo”. Pero desafortunadamente, dice el doctor Ben Goldacre, estamos
siendo idiotas todos porque estamos permitiendo a laboratorios hacer lo
mismo con estudios de medicamentos: no publicar los hallazgos que no les
gustan/convienen/interesan. El resultado es un problema a gran escala
que revela cómo una gran parte del cuerpo médico desconoce realmente los
efectos de las drogas prescritas y las consecuencias están siendo
trágicas para pacientes en todo el mundo.
En 2008 Goldacre publicó Bad Science (Mala ciencia, Planeta), un compendio revisado de varias de sus columnas en The Guardian; en septiembre de 2012 ha publicado su segundo libro, Bad Pharma (Mala
farma: Cómo las empresas farmacéuticas engañan a los médicos y
perjudican a los pacientes, Paidós), “Mi libro es un ataque a la
industria farmacéutica –acepta el autor- pero no es desmedido”.
El 90% de los ensayos clínicos publicados son patrocinados por la industria farmacéutica.
Este
es el principal motivo por el que todo el sistema de ensayos clínicos
está alterado, según Goldacre, y por el que se producen el resto de
problemas.
Los resultados negativos se ocultan sistemáticamente a la sociedad.
“Estamos
viendo los resultados positivos y perdiéndonos los negativos”, escribe
Goldacre. “Deberíamos comenzar un registro de todos los ensayos
clínicos, pedir a la gente que registre su estudio antes de comenzar e
insistir en que publiquen sus resultados al final”. En muchos casos,
denuncia el autor de Mala farma,
las farmacéuticas se reservan el derecho de interrumpir un ensayo y si
ven que no da el resultado esperado, lo detienen. Asimismo, obligan a
los científicos que participan en estos estudios a mantener en secreto
los resultados. Y esta práctica tiene de vez en cuando consecuencias
dramáticas.
En
los años 90, por ejemplo, se realizó un ensayo con una sustancia creada
contra las arritmias cardíacas llamada Lorcainida. Se seleccionó a 100
pacientes y la mitad de ellos tomó un placebo. Entre quienes tomaron la
sustancia hubo hasta 9 muertes (frente a uno del otro grupo), pero los
resultados nunca se publicaron porque la farmacéutica detuvo el proceso.
Una década después, otra compañía tuvo la misma idea pero esta vez puso
la Lorcainida en circulación. Según Goldacre, hasta 100.000 personas
murieron innecesariamente antes de que alguien se diera cuenta de los
efectos. Los investigadores que habían hecho el primero ensayo pidieron
perdón a la comunidad científica por no haber sacado a la luz los
resultados.
“Solo
la mitad de los ensayos son publicados”, escribe Goldacre, “y los que
tienen resultados negativos tienen dos veces más posibilidades de
perderse que los positivos. Esto significa que las pruebas en las que
basamos nuestras decisiones en medicina están sistemáticamente sesgadas
para destacar los beneficios que un tratamiento proporciona”.
Las farmacéuticas manipulan o maquillan los resultados de los ensayos.
En
muchas ocasiones los propios ensayos están mal diseñados: se toma una
muestra demasiado pequeña, por ejemplo, se alteran los resultados o se
comparan con productos que no son beneficiosos para la salud. Goldacre
enumera multitud de pequeñas trampas que se realizan de forma cotidiana
para poner un medicamento en el mercado, como elegir los efectos de la
sustancia en un subgrupo cuando no se han obtenido los resultados
esperados en el grupo que se buscaba al comienzo.
Los resultados no son replicables.
Lo
más preocupante para Goldacre es que en muchas ocasiones, no se puede
replicar el resultado de los estudios que se publican. “En el año 2012”,
escribe Goldacre, “un grupo de investigadores informó en la revista
Nature de su intento de replicar 53 estudios para el tratamiento
temprano del cáncer: 47 de los 53 no pudieron ser replicados”
Los comités de ética y los reguladores nos han fallado.
Según
Goldacre, las autoridades europeas y estadounidenses han tomado medidas
ante las constantes denuncias, pero la inoperancia ha convertido estas
medidas en falsas soluciones. Los reguladores se niegan a dar
información a la sociedad con la excusa de que la gente fuera de la
agencia podría hacer un mal uso o malinterpretar los datos. La
inoperancia lleva a situaciones como la que ocurrió con el
Rosiglitazone. Hacia el año 2011 la OMS y la empresa GlaxoSmithKline
(GSK) tuvieron noticia de la posible relación de este medicamento y
algunos problemas cardíacos, pero no lo hicieron público. En 2007 un
cardiólogo descubrió que incrementaba el riesgo de problemas cardiacos
un 43% y no se sacó del mercado hasta el 2010.
Se prescriben a niños medicamentos que solo tienen autorización para adultos.
Este
fue el caso del antidepresivo Paroxetina. La compañía GSK, según
Goldacre, supo de sus efectos adversos en menores y permitió que se
siguiera recetando al no incluir ninguna advertencia. La empresa supo
del aumento del número de suicidios entre los menores que la tomaban y
no se hizo un aviso a la comunidad médica hasta el año 2003.
Se realizan ensayos clínicos con los grupos más desfavorecidos.
A
menudo se ha descubierto a las farmacéuticas usando a vagabundos o
inmigrantes ilegales para sus ensayos. Estamos creando una sociedad,
escribe, donde los medicamentos solo se ensayan en los pobres. En EEUU,
por ejemplo, los latinos se ofrecen como voluntarios hasta siete veces
más para obtener cobertura médica y buena parte de los ensayos clínicos
se están desplazando a países como China o India donde sale más barato.
Un ensayo en EEUU cuesta 30.000 dólares por paciente, explica Goldacre, y
en Rumanía sale por 3.000.
“¿Realmente funciona bien este fármaco o simplemente como médico desconozco la mitad de la información? ¿Vale su precio este medicamento tan caro o la información fue simplemente manipulada? ¿Existe alguna evidencia de que sea peligroso?
Nadie puede saberlo.”
Se producen conflictos de intereses
Muchos
de los representantes de los pacientes pertenecen a organizaciones
financiadas generosamente por las farmacéuticas. Algunos de los
directivos de las agencias reguladoras terminan trabajando para las
grandes farmacéuticas en una relación bastante oscura.
La industria distorsiona las creencias de los médicos y sustituyen las pruebas por marketing.
Las
farmacéuticas, denuncia Goldacre, se gastan cada año miles de millones
para cambiar las decisiones que toman los médicos a la hora de recetar
un tratamiento. De hecho, las empresas gastan el doble en marketing y
publicidad que en investigación y desarrollo, una distorsión que pagamos
en el precio de las medicinas. Las tácticas van desde la conocida
influencia de los visitadores médicos (con las invitaciones a viajes,
congresos y lujosos hoteles) a técnicas más sibilinas como la
publicación de ensayos clínicos cuyo único objetivo es dar a conocer el
producto entre muchos médicos que participan en el proceso. Muchas de
las asociaciones de pacientes que negocian en las instituciones para
pedir regulaciones reciben generosas subvenciones de determinadas
empresas farmacéuticas.
Los criterios para aprobar medicamentos son un coladero.
Los reguladores deberían requerir que un medicamento sea mejor que el mejor tratamiento disponible, pero lo que sucede, según Goldacre, es que la mayoría de las veces basta con que la empresa pruebe que es mejor que ningún tratamiento en absoluto. Un estudio de 2007 demostró que solo la mitad de los medicamentos aprobados entre 1999 y 2005 fueron comparados con otros medicamentos existentes. El mercado está inundado de medicamentos que no procuran ningún beneficio, según el autor de Mala farma, o de versiones del mismo medicamento por otra compañía (los llamados “genéricos”) o versiones del mismo laboratorio cuando prescribe la patente (lo mismo con otro nombre). En esta última categoría destaca el caso del protector estomacal Omeprazol, de AstraZeneca, que sacó al mercado un producto con efectos similares, Esomoprazol, pero diez veces más caro.
Los reguladores deberían requerir que un medicamento sea mejor que el mejor tratamiento disponible, pero lo que sucede, según Goldacre, es que la mayoría de las veces basta con que la empresa pruebe que es mejor que ningún tratamiento en absoluto. Un estudio de 2007 demostró que solo la mitad de los medicamentos aprobados entre 1999 y 2005 fueron comparados con otros medicamentos existentes. El mercado está inundado de medicamentos que no procuran ningún beneficio, según el autor de Mala farma, o de versiones del mismo medicamento por otra compañía (los llamados “genéricos”) o versiones del mismo laboratorio cuando prescribe la patente (lo mismo con otro nombre). En esta última categoría destaca el caso del protector estomacal Omeprazol, de AstraZeneca, que sacó al mercado un producto con efectos similares, Esomoprazol, pero diez veces más caro.
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Texto original aparecido en www.lainformacion.com
Texto original aparecido en www.lainformacion.com
Una larga serie de casos escandalosos.
Goldacre
demuestra cómo en muchos campos de la medicina internacional la gente
todavía ignora la revisión sistemática de la evidencia pero además, está
legalmente permitido que quienes hacen estudios con drogas
farmacéuticas no tengan que mostrar todas las pruebas llevadas a cabo a
médicos y pacientes. En su libro, Goldacre presenta una larga serie de
casos, uno de ellos con el medicamento reboxetina, de nombre comercial
Prolift (Pfizer): “Un antidepresivo que yo mismo he prescrito. Leí todas
las pruebas y todas mostraban resultados positivos pero sólo 1/4 de las
pruebas eran públicas, es decir 3/4 de las pruebas hechas en humanos
tenían acceso denegado al público, a médicos. O sea que había que tomar
la decisión sobre reboxetina basados en 1/4 de la información
disponible. Sucedió que pudimos conocer la evidencia mediante un gran
esfuerzo de investigación que liberó los datos. Y encontramos que
reboxetina, aprobado por la Agencia Reguladora de Medicinas y Cuidado de
la Salud en el Reino Unido (MHRA) no solo no sirve sino que además,
probablemente, causa más mal que bien por los efectos secundarios y
porque, repito, no sirve. Fuimos engañados”.
Este
caso se conoció en 2010 cuando un grupo de investigación reveló que el
fabricante no había publicado la lista completa de pruebas cuando se le
había pedido, solo publicó la del resultado favorable (en 254 pacientes)
y escondió 6 (más de 2000 pacientes) que mostraban que el medicamento
no era mejor que el placebo. Goldacre constata que “no hay una ley
contra la compañía farmacéutica en esta situación ni contra quienes
hicieron los estudios pero para mí, esto es fraude […] ¿Por qué
intentamos ignorar que la gente puede estar borrando la mitad de datos
de todos los estudios relevantes en la literatura académica? Y lo que es
increíble es que esto está absolutamente generalizado, cada intento de
corregirlo ha fallado hasta el momento y las únicas soluciones
propuestas son hacia futuro. Habrá nuevas leyes, diciendo por ejemplo
que toda prueba hecha a partir de octubre 2008 tendrá que ser publicada
en un año a partir de ser terminada. Y uno dice ok pero yo no practico
medicina basado en los resultados conocidos después de octubre 2008 sino
que uso fármacos que llevan en el mercado 5, 10, 20, 30 años.
Necesitamos toda la información [con carácter retroactivo] y no hay
excusas”.
El caso del tamiflu
Otro caso que analiza el autor es el de tamiflu, la droga en la cual han invertido miles de millones distintos gobiernos para almacenar en caso de una pandemia de gripe, a pesar de que “la evidencia sobre si reduce el índice de neumonía y muerte está retenida oculta hasta ahora”. Merece la pena recordar que en 2010 se conoció que varios científicos consejeros de la OMS sobre la fiebre H1N1 tenían vínculos financieros con compañías que se lucraron ampliamente de la recomendación dada por este organismo en favor de tamiflu. El pasado 31 de octubre, Roche ha sido acusada de retener irresponsablemente datos de estudios sobre este medicamento.
Otro caso que analiza el autor es el de tamiflu, la droga en la cual han invertido miles de millones distintos gobiernos para almacenar en caso de una pandemia de gripe, a pesar de que “la evidencia sobre si reduce el índice de neumonía y muerte está retenida oculta hasta ahora”. Merece la pena recordar que en 2010 se conoció que varios científicos consejeros de la OMS sobre la fiebre H1N1 tenían vínculos financieros con compañías que se lucraron ampliamente de la recomendación dada por este organismo en favor de tamiflu. El pasado 31 de octubre, Roche ha sido acusada de retener irresponsablemente datos de estudios sobre este medicamento.
Además
de estos casos de fallas graves en procedimientos de presentación de
pruebas por parte de laboratorios, Goldacre muestra fallas igualmente
graves en los organismos reguladores, que aunque pueden conocer casi
toda la información de las pruebas iniciales de un medicamento,
igualmente la ocultan al público e incluso a otras entidades
gubernamentales. El autor explica por ejemplo el caso con Lucentis
(Novartis), un fármaco de muy alto costo (alrededor de $ 64.000 en
Chile) que se inyecta en el ojo para casos de degeneración macular
aguda. El informe del National Institute for Health and Care Excellence
del Reino Unido documenta la evidencia sobre este tipo de tratamiento,
pero está censurado para personal médico y pacientes: Toda la
información sobre su eficacia aparece cubierta de rectángulos negros,
así como la de eventos adversos. Faltan los nombres de algunas pruebas,
así que quien lee no puede conocer su existencia y verificar las
referencias. Casos como éste abundan, señala Goldacre, también en Europa
continental. La revista francesa Prescrire solicitó a la organización
reguladora europea información sobre el fármaco para bajar de peso, el
rimonabant y recibió 68 páginas en las cuales casi todas las líneas
estaban cortadas.
Ha
habido intentos de centralizar la información de pruebas de laboratorio
con drogas, incluyendo las de aquellas no publicadas o finalizadas.
Pero no han prosperado, salvo por el registro europeo EurdraCT, de la
Agencia Europea de Medicinas (EMA en inglés) que tiene información de
alrededor de 30.000 pruebas, pero también este recurso financiado con
dinero público es totalmente secreto tanto para el cuerpo médico como
para pacientes, o periodistas.
Un
médico recibe entonces una buena parte de información fundamental para
su ejercicio profesional de forma parcializada, incompleta,
distorsionada y, de otro lado, recibe lo que escucha de parte de
colegas, de tradición popular, publicaciones especializadas y
representantes de ventas de los laboratorios. El problema aquí es que
colegas pueden recibir dinero de la industria farmacéutica, que además,
se ha comprobado, tiene empleados encargados de escribir en nombre de
otras personas artículos para publicaciones, algunas de las cuales son
propiedad de los mismos laboratorios. Además de tener fuertes lazos con
organismos reguladores (como el caso de Thomas Lonngren, quien fuera
director de la Agencia Europea de Medicinas hasta diciembre 2010 y en
pocas semanas estaba de consultor para una farmacéutica); la industria
financia el 90% de las pruebas clínicas e invierte agresivamente en
mercadeo, publicidad y lobby: de hecho el doble de lo que invierte en
investigación, según cifras obtenidas por Goldacre, quien afirma que
este enorme gasto tiene un objetivo: “distorsionar la práctica basada en
la evidencia”.
Ben Goldacre es médico y escritor británico. Es conocido por su columna en The Guardian, “Mala Ciencia” y es autor de dos libros: Mala Ciencia (2008), una crítica de ciertas formas de medicna alternatica y Bad Pharma (2012), un análisis de la industria farmacéutica, sus prácticas de comercialización y su relación con la profesión médica.
www.badscience.net
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