miércoles, 17 de febrero de 2016
Vivir sin excusas
“La gente no busca razones para hacer lo que quiere hacer, busca excusas”, William Somerset
La excusa es la reina del escaqueo. Cual Houdini, surge para liberarnos de cualquier situación comprometida o indeseada. O al menos, lo intenta, con más o menos convicción. “Hoy no puedo porque estoy enfermo”. “No me ha sonado el despertador”. “Lo siento, no podré asistir porque tengo un compromiso previo”. “No eres tú, soy yo”. Tampoco podemos olvidar el clásico de las aulas “el perro se ha comido mis deberes”, que rivaliza con el actualizado “entró un virus en el ordenador y borró todo el disco duro”. Estas son algunas de las excusas más habituales con las que manejamos nuestra agenda social y profesional. ¿Cuántas veces las hemos escuchado? Y ¿cuántas las hemos pronunciado?
Según el diccionario, “excusa” significa “motivo o pretexto para eludir una obligación o disculpar alguna omisión”. En base a esta definición podríamos afirmar que existen excusas más y menos ciertas, lo que abre una puerta a la siempre fértil creatividad. Y todas ellas están dirigidas a evitar enfrentarnos a una determinada situación, persona, o circunstancia que nos genera rechazo, malestar, desgana o simple pereza. No podemos dudar de la utilidad de las excusas, si bien su efectividad no siempre alcanza los niveles deseados. Lo cierto es que en muchas ocasiones son una suerte de lubricante social, una especie de fórmula de cortesía. Existen para evitarle nuestra cruda verdad u opinión a nuestro interlocutor y, a la vez, eludir la posibilidad de ‘quedar mal’ o que éste se moleste. No en vano, las excusas son las grandes aliadas de cubrir las apariencias.
Resultaría desagradable decirle a un conocido que no te apetece ir a su boda porque la novia te parece una petarda. O a tu madre que no le quieres presentar a tu nueva pareja porque se pone muy pesada. O a tu jefe que no has terminado el informe porque has estado muy ocupado poniendo a prueba tu particular límite de alcohol en sangre ese fin de semana. Las excusas acuden al rescate y visten de seda a la mona. “Me encantaría, ¿eh? Pero justo ese día tengo un viaje de trabajo del que no me puedo escapar”. “Mamá, ya te lo presentaré cuando sea algo más serio”. “Lo siento muchísimo, pero he estado con una tremenda gripe intestinal y no me ha dado tiempo a terminar el informe”. Así es como las excusas se han convertido en moneda de cambio habitual en todo tipo de situaciones. El peligro que conllevan es que no siempre contentan a nuestro interlocutor. Y tienen un tinte de mentira que puede terminar por mancharnos.
Entre la espada y la excusa
“El hombre realmente libre es aquel que puede rechazar una invitación a comer sin dar una excusa”, Jules Renard
La mayoría de seres humanos afirma valorar la honestidad, pero se permite a menudo la muletilla de la excusa. Como cuando nos presentan al bebé de una amiga. No resulta muy sensible ni empático afirmar que su nueva incorporación a la familia es más feo que pegarle a un padre con un calcetín sucio. Salimos por la tangente, tratando de mantener la elegancia y la compostura sin quebrarnos: “¡Qué simpáticooo!”. Así, excusamos la verdad para no herir sentimientos ajenos.
Existen muchos tipos de excusas, posiblemente una para cada situación. Pero a grandes rasgos, las podemos dividir en dos grandes categorías: las que les contamos a los demás y las que nos contamos a nosotros mismos. En este último departamento hay excusas sinceras y excusas rastreras. Pero todas ellas tienen en común una tendencia constante a postergar y a procastinar. “Ya lo haré mañana”. “Aún no estoy preparado”. “Encontraré un hueco la semana que viene…” Cualquier cambio, por pequeño que sea, suele despertar ciertas resistencias en nuestra mente. Y éstas se convierten en las mejores aliadas de las excusas, que aparecen para convencernos de que ‘ahora’ no es el momento más conveniente para pasar a la acción. Pero posponer tan sólo agrava la situación. Cuando sabemos que deberíamos hacer algo y lo postergamos una y otra vez, el asunto en cuestión termina por hacerse cada vez más grande y más incómodo. Y así entramos en el círculo vicioso de las excusas.
Pongamos por ejemplo un clásico de estas fechas: el sano propósito de apuntarnos al gimnasio para perder esos kilitos de más que dejan los turrones y polvorones a su paso. Firmes en nuestra decisión de ganarle la batalla al mazapán, el dos de enero estamos exultantes, dando nuestro número de cuenta al amable recepcionista e incluso preguntando por el servicio de entrenador personal. Salimos de allí particularmente satisfechos de nosotros mismos, imaginándonos los generosos y firmes frutos que nos granjeará tan entregado esfuerzo. A los pocos días, ya de nuevo inmersos en la rutina del trabajo, la familia y nuestras múltiples obligaciones, la idea del gimnasio va perdiendo fuelle.
“Hoy no puedo, saldré tardísimo de la reunión”. “Hoy estoy demasiado cansado, me tumbaré un momento en el sofá y después iré para allá”. “Hoy… me duele un poco la cabeza y seguro que si voy al gimnasio luego me encontraré peor”. Y así ad infinitum. En este escenario, las excusas nos proveen con un alivio temporal, una explicación plausible de nuestra falta de acción. Pero si nos atrevemos a mirar más allá del velo con el que confunden nuestra conciencia, nos daremos cuenta de que alimentando esa forma de pensar lo único que logramos es sabotear y torpedear nuestras propias aspiraciones.
Propósitos valientes
“Las excusas son el refugio de los cobardes”, Clay Newman
Posiblemente todos los seres humanos en algún momento de nuestras vidas nos hayamos creído nuestras propias excusas. Las que nos aseguraban que no podíamos perseguir nuestros sueños porque no era el momento oportuno. Las que nos sugerían que no nos moviéramos de la zona de confort porque ‘total, no estamos tan mal’. Las que nos mantienen anclados en rutinas que no disfrutamos y en hábitos que nos lastran. En última instancia, las excusas crean una distracción que nos permite escapar de la responsabilidad. Podemos pensar que son válidas, y optar por no revisarlas y cuestionarlas. El problema es que semejante bomba de humo difumina la importancia del tema en cuestión, pero no elimina el asunto de fondo. Y aunque logremos ocultarlo debajo de la alfombra durante un tiempo, siempre termina por hacernos tropezar.
Utilizamos la excusa a menudo para evitar ver lo que tememos ver, sobre nosotros mismos y sobre nuestra propia vida. Por miedo, cansancio, desinterés, conformismo… Es más fácil mirar hacia otro lado que enfrentarnos a la realidad de una relación de pareja moribunda. O un trabajo drenante e insatisfactorio. O algún que otro problema familiar. Pero la excusa es cobarde. Nos ofrece confort y protección, una cierta sensación de tranquilidad, como la nana que nos cantamos antes de acostarnos para alejar las pesadillas. Pero no es más que una ilusión que nos lleva únicamente a perder el tiempo.
De ahí la importancia de poner a las excusas en su sitio. Pueden resultar muy convincentes y sibilinas, pero el esfuerzo de ir más allá de sus pretextos nos acerca a nuestra verdad, que no es más que nuestra capacidad de ser auténticos. Depende de nosotros dejar de excusarnos y dejar de ponernos excusas. ¿Cuántas veces nos repetimos que no podemos, que no somos capaces o que no tenemos las competencias para lograrlo? ¿Qué pasaría si en vez de pensar “¿y si no sale bien?” nos preguntásemos: “¿Y si sale bien?” En palabras de un antiguo proverbio árabe: “Quien quiere, encontrará un medio; quien no, una excusa”.
Por un 2016 viviendo sin excusas…¡Felices fiestas a todos!
En clave de coaching
¿Qué ganamos cuando ponemos una excusa?
Y ¿Qué podemos perder?
¿Cómo cambiarían nuestras relaciones si dejáramos las excusas a un lado?
Libro recomendado
‘Excusas para no pensar’, de Eduardo Punset (Destino)
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